Celebrar el golpe contra la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) o ver en ello oportunidad es un grave error; que el ataque a la cooperación internacional lo impulsen personajes como los que protagonizan este cierre abrupto debería persuadir de ello.

La decisión del gobierno trumpista de congelar la cooperación internacional estadounidense ha generado una discusión que muestra cómo los extremos se tocan en esta era.

En efecto, desde el polo conservador se aplaude esta decisión, bajo la premisa de que la cooperación estadounidense había exportado ideologías progresistas por ser un “nido de izquierdistas”, y se critica en particular a la difusión de la perspectiva de Diversidad, Equidad e Inclusión (DEI). Así lo esgrime el actual gobierno de Trump, que incluso llega a calificar a la agencia que canaliza esta ayuda como “organización criminal”.

Paradójicamente, en el polo ideológico contrario, la decisión de Trump también se festeja, porque se asume que la cooperación internacional de los Estados Unidos no era más que “la cara amable de una política exterior injerencista e intervencionista”. Esta visión se encuentra muy extendida en América Latina, a partir de las amargas experiencias del siglo XX y en particular de la “Guerra Fría”.

Ambas perspectivas fallan por simplistas.

La cooperación internacional para el desarrollo es un pilar en la construcción de un espacio público global. A la existencia de fundaciones públicas y privadas que apoyan el trabajo local le subyace la idea de que la dignidad humana es universal y de que puede existir el bien público mundial. Un ideal que en el presente está asediado y que debilitan a quienes colocan bajo sospecha de intervencionismo absolutamente a todos los esquemas de cooperación internacional.

Por cuanto hace a la cooperación gubernamental estadounidense, hay que decir que ésta se encuentra lejos de ser la caricatura a la que hoy la reduce el trumpismo. Ha sido vital en naciones que enfrentan crisis humanitarias severas y, por citar sólo un ejemplo, su impulso a la diversidad, equidad e inclusión ha contribuido en todo el mundo al avance de los derechos de las personas LGBTQ+.

Pero igualmente hay que decir que la ayuda para el desarrollo de los Estados Unidos tampoco se agota en la reduccionista descripción postulada desde el lugar ideológico opuesto, que se remite al marco de la “Guerra Fría”, cuando la asistencia internacional norteamericana se alineó a la agenda netamente política –modelo al que hoy pretende regresar el gobierno de Trump–. Desde esta posición se soslaya que en los últimos lustros la cooperación de la nación vecina mejoró sus estándares de funcionamiento y diversificó positivamente sus intereses temáticos. Esta realidad se puede aquilatar y reconocer, sin ignorar ingenuamente que en efecto se trata de una manifestación de “poder blando” y sin soslayar tampoco que seguían existiendo áreas de oportunidad y mejora.

En países como el nuestro, es extremadamente simplista caracterizar a toda la cooperación para el desarrollo estadounidense como un burdo vehículo de injerencismo. La realidad es que México ni siquiera se encuentra entre los países del continente que más fondos reciben, pese a su vecindad con los Estados Unidos. En últimos tiempos, además, el principal beneficiario de estos fondos ha sido el propio Estado mexicano, que siempre –incluso en el sexenio anterior y en el presente– los ha recibido con las manos abiertas.

En nuestro país, la gran mayoría de las organizaciones civiles no reciben fondos de la cooperación internacional de los Estados UnidosEs el caso del Centro Prodh, pese a que en redes un sector del oficialismo insiste en lo contrario. Esto, sin embargo, no nos impide reconocer que proyectos apoyados por este sector de la cooperación han permitido a algunas organizaciones civiles, organismos internacionales, iniciativas periodísticas, universidades e instituciones públicas realizar trabajo valioso y relevante. También organismos internacionales –los especializados en migración, por ejemplo– encontraban en estos fondos un apoyo fundamental. Es por ello poco honesto dejar de reconocerlo así, por temor a la reacción –gubernamental o pública– que hoy, como espejo de la agresividad trumpista contra México, puede verificarse en nuestro país.

Asistimos a un retroceso. Un nuevo (des)orden internacional está emergiendo. Las potencias que hoy se disputan la hegemonía que aún detenta Estados Unidos no sólo desdeñan abiertamente la rendición de cuentas, el feminismo, el medio ambiente y la diversidad, sino que activamente socavan el de por sí frágil régimen internacional de derechos humanos. La suspensión de la cooperación estadounidense para el desarrollo es parte de esta deriva regresiva y las afectaciones no recaerá sólo en las organizaciones que directamente recibían parte de esta cooperación. No hay que descartar que otros esquemas de cooperación reproduzcan esta nueva posición o que sean influenciados por ella.

Celebrar el golpe contra la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) o ver en ello oportunidad es un grave error; que el ataque a la cooperación internacional lo impulsen personajes como los que protagonizan este cierre abrupto debería persuadir de ello.

Publicado originalmente el día 25 de febrero del 2025, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».