Frente a un oficialismo que cuestiona su legitimidad y aliados tradicionales que dudan si aún hay lugar para la incidencia, las organizaciones civiles de defensa de derechos humanos como Tlachinollan siguen de pie. Su aporte, en distintas modalidades, sigue siendo relevante. Conviene recordarlo.
En unos días, con un foro en Guerrero, se celebrarán los 30 años del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, organización civil que realiza una labor encomiable en una de las regiones más olvidadas del país. El aniversario merece ser festejado por el valioso trabajo que realiza “Tlachi” y también para reconocer a un espacio cívico que hoy enfrenta desafíos múltiples.
Por un lado, las organizaciones se enfrentan a un oficialismo que cuestiona su legitimidad. La visión del anterior presidente de la república, para quien la sociedad civil no era más que una fachada del conservadurismo o un vehículo de maquinaciones internacionales injerencistas, ejemplifica y nutre esta posición. Tal animadversión –que no es sólo retórica pues se traduce en cierre de la interlocución, en hostigamiento fiscal, o en descalificación constante, como lo vivimos en el Centro Prodh– es replicada acríticamente lo mismo por simpatizantes del régimen que se está construyendo que por funcionarios del actual gobierno, y ha afectado al espacio cívico.
Publicado originalmente el día 04 de diciembre del 2024, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».
Por otro lado, las organizaciones también enfrentan cuestionamientos de sus aliados tradicionales que, desde perspectivas legítimamente preocupadas por las tendencias globales y nacionales, hoy dudan si aún hay lugar para las organizaciones en un entorno polarizado y poco propicio para la incidencia, que parece preferir los esfuerzos individuales y los discursos estridentes o superficiales; que se preguntan si todavía vale la pena apostar por trabajos que con datos y testimonios revelan las partes oscuras de la realidad, en tiempos donde dominan las narrativas de la post-verdad.
Enarboladas por actores ubicados en lugares distintos del espectro político, estas perspectivas terminan teniendo en común cierto escepticismo sobre el lugar de las organizaciones civiles en contextos de erosión constitucional como el que vive México.
Aunque siempre es positivo cierta dosis de escepticismo, el cual conduce a la autocrítica –muy necesaria por cierto en el sector–, es fundamental que no se llegue al extremo de la inamovilidad, de ceder ante las modas del presente o de tirar por la borda al espacio cívico en su conjunto.
Como señala Ece Temelkuran: “Las diferentes crisis globales interconectadas -la ambiental, la social, la creciente desigualdad, las guerras- en su magnitud hacen que nos sintamos demasiado pequeños, lo que a menudo, a su vez, provoca que nos sintamos sin esperanza alguna. Pero es necesario recordar que sí hay suficientes ideas disponibles para resolver esas crisis, todas y cada una de ellas. Hay suficientes planes, hay suficiente intelecto político para superar esas crisis. Debemos recordar siempre que las salidas y las soluciones están ahí y lo que hace falta es acción política, exigencia, movilización, la convicción de que todas estas crisis pueden terminarse, arreglarse y revertirse de hecho, como lo demuestran muchos ejemplos de nuestra propia historia. Nuestro problema no es la falta de ideas o de programas alternativos, pero perdemos demasiado tiempo fustigándonos a nosotros mismos, transitando de un mea culpa al siguiente mea culpa. Sin embargo, lo que requerimos es disposición para ciertos sacrificios, acción política […]”.
Las álgidas coyunturas que han tenido lugar los últimos meses, lo mismo que el 30 aniversario de Tlachinollan, confirman que los organismos no gubernamentales siguen siendo actores fundamentales de la resiliencia democrática, incluso en los estrechos márgenes de acción política que hoy se vislumbran. En varias de estas coyunturas recientes, organizaciones civiles de defensa de derechos –junto con algunas voces de la academia y del periodismo– alzaron la voz, aportaron argumentos y mostraron el horizonte de la deliberación democrática, mientras muchos otros actores se alinearon al poder.
Las organizaciones civiles de defensa de derechos humanos siguen de pie en un contexto en el que su propia legitimidad se puso en tela de duda desde el poder. Su aporte, en distintas modalidades, sigue siendo relevante. Conviene recordarlo.
Hacia adelante, aquellas organizaciones que trabajan temas relacionados con la reducción de las desigualdades, la igualdad de género, las diversidades, el medio ambiente o los derechos laborales pueden llegar a encontrar algunos espacios de incidencia. Pero aquellas que trabajan más en la reivindicación de derechos civiles o políticos, contra la violencia y la impunidad, por la transparencia y la justicia, o acompañando víctimas enfrentarán condiciones sumamente adversas, por la innegable erosión constitucional que implican de conjunto la reforma judicial, la militarización, el endurecimiento penal mediante la prisión preventiva oficiosa, la captura partidista de la CNDH, la eliminación del INAI, y la normalización de la persistente violencia. Aquellas organizaciones que, además, trabajan con valentía en regiones periféricas –como Tlachinollan en la Montaña– no sólo enfrentarán la misma adversidad institucional, sino también esa gran amenaza para la democracia y la vida —soslayada a menudo desde la capital– que es la creciente gobernanza criminal de los territorios.
El escenario no permite ningún optimismo. Pero que haya poco o nulo margen para la incidencia en el presente no resta importancia a la labor de las organizaciones civiles; por el contrario, aumenta la relevancia de una de sus funciones esenciales: ser voz de alerta.
La labor de organizaciones como Tlachinollan, encabezada por el muy admirado antropólogo Abel Barrera y su valioso equipo, es ejemplar a este respecto. Su disposición a la acción política esperanzada, acompañando a las y los más olvidados, en medio de la adversidad de la Montaña de Guerrero, sin arredrarse al hablar con la verdad al poder, incidiendo cuando se puede sin dejar de denunciar y documentar cuando no, marca un norte ético más que nunca necesario. En lugar de impulsar perspectivas que replican el discurso del poder, que conducen a la desmovilización, que transigen con la degradada hegemonía del presente o que se agotan en la estridencia transitoria de las redes sociales, habría que reconocer la resiliencia de las organizaciones civiles de derechos humanos que, como Tlachinollan y tantas otras, continúan con congruencia y valor cívico su labor.