Conservamos el derecho constitucional de acceso a la información pública, pero hemos perdido a la institución idónea para garantizarlo. En el nuevo modelo, la propia administración pública será juez y parte cuando se presente alguna controversia en el acceso a la información pública gubernamental.
Quedó aprobada en la Cámara de Diputados la eliminación del Instituto Nacional de Acceso a la Información Pública Gubernamental (INAI).
La decisión que seguramente confirmará el Senado esta semana es, sin duda alguna, un retroceso. Conservamos el derecho constitucional de acceso a la información pública, pero hemos perdido a la institución idónea para garantizarlo. En el nuevo modelo, la propia administración pública será juez y parte cuando se presente alguna controversia en el acceso a la información pública gubernamental.
Publicado originalmente el día 27 de noviembre del 2024, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».
Pensar que la eliminación de la institución garante no afecta el ejercicio del derecho porque la función la preserva una secretaría de estado, es no entender la dinámica de la lucha contra la opacidad gubernamental en México. Quienes hemos tenido que lidiar con las mil y una estratagemas de instituciones tales como la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), las fiscalías o la mayoría de los gobiernos estatales, sabemos bien que sin un árbitro más o menos autónomo como el INAI la información de este tipo de dependencias difícilmente podrá obtenerse ya.
Sin duda, el extinto INAI tenía múltiples áreas de mejora y momentos penosos en su historia. Así lo sugiere el propio bajo perfil público de muchos excomisionados que, salvo honrosas excepciones, no salieron a defender a la institución en esta hora difícil. Es cierto, además, que el Instituto pudo ser más austero. Pero eliminarlo de tajo es un error histórico.
La supresión del INAI debe contextualizarse. No puede obviarse que en el último tramo de un sexenio que iba a dejar tras de sí una herencia variopinta de claroscuros, la vida política del país entró en fase de aceleración luego de que el 5 de febrero de 2024 se anunciaran las reformas constitucionales del llamado “Plan C”.
Después de su presentación por el anterior gobierno, este paquete de reformas adquirió condición de posibilidad con la arrasadora elección del 2 de junio; con la decisión política de interpretar el mandato de urnas preponderantemente como respaldo a ese programa y ponerlo al centro de la agenda del nuevo sexenio, y con la confirmación de la sobrerrepresentación de la coalición en el poder, al amparo de un mal diseño legislativo y de debatibles determinaciones judiciales. La inconsistencia desvergonzada de algunos legisladores de oposición cerró la pinza y terminó por hacer factible la aprobación de dichas modificaciones. Sin más contrapesos, en los últimos dos meses se aprobó el núcleo del “Plan C”: una serie de reformas que han cambiado de fondo la fisonomía del orden constitucional mexicano.
Los principales rasgos de la nueva configuración están a la vista: un fuerte énfasis en los aspectos relacionados con la construcción de una nueva hegemonía política y con el combate a las desigualdades, con un innegable detrimento de las garantías de los derechos civiles y políticos y el Estado de Derecho junto con la invisibilización de la violencia persistente.
Y es que el panorama no es halagüeño, cuando se mira de conjunto el avance de la militarización sin contrapesos, la ampliación de los supuestos de prisión preventiva, la precipitada y destructiva reforma judicial, la eliminación de órganos garantes de derechos como el INAI, la burda cooptación partidista de órganos como la CNDH, como ésta se encargó de confirmarlo, por su hubiera alguna duda, con el impresentable comunicado que publicó a unos días de decidirse la reelección.
¿Cómo nombrar esta realidad? En un interesante balance publicado recientemente por la Universidad Iberoamericana de Puebla, Roberto Alonso enmarca el proceso que estamos viviendo en la tendencia global de “erosión de la democracia”. Similar perspectiva desarrollan Alejandro Monsiváis y Miguel López Leyva en una oportuna obra publicada por el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, que se pregunta por la resiliencia democrática en México.
En estas miradas resuena la admonición de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que en la Opinión Consultiva 28/21 señaló: “[…] el mayor peligro actual para las democracias de la región no es un rompimiento abrupto del orden constitucional, sino una erosión paulatina de las salvaguardas democráticas que pueden conducir a un régimen autoritario, incluso si este es electo mediante elecciones populares” (párr. 145).
La eliminación del INAI, en un contexto más amplio en el que se han reformado atropelladamente más de 40 artículos constitucionales, se inscribe sin duda en esta tendencia global y hoy nacional. Viendo el bosque y no sólo los árboles, hay que nombrar cabalmente el proceso de erosión de las instituciones de la democracia constitucional en que nos encontramos.
Se podrá decir con razón que para la inmensa mayoría empobrecida, asediada además en muchas regiones por el control territorial de la criminalidad organizada, la promesa democrática era evanescente, por decir lo menos, dada la inmensa desigualdad que engendró el modelo económico por el que se optó los últimos 30 años. Y es cierto. Pero atender esa lacerante realidad con el sentido de prioridad y urgencia que se requería, no tenía por qué conllevar el socavamiento de instituciones de control o de garantía de derechos, ni implicar un proceso de concentración de poder como el que se está verificando. Del encomiable y necesario propósito de poner en primer lugar a las y los más pobres no tenía por qué seguir, necesariamente, lo que ha ocurrido. Este proceso es más bien consecuencia de un proyecto de otra índole; sus consecuencias son de pronóstico reservado y sólo las veremos con los años.