Puede anticiparse que el escenario de crisis constitucional no se remontará pronto. Mientras esto sucede, el verdadero acceso a la justicia para quienes más lo necesitan sigue aplazándose y, lo que no es menor, la percepción sobre la situación del Estado de Derecho y la certidumbre jurídica en el país sigue mermando, por efecto de procedimientos burdos como la tómbola, lo que no es bueno para México.
Han quedado aprobadas en el Senado las leyes secundarias de la reforma judicial. Lejos de haberse abierto el espacio para la mejoría de las modificaciones constitucionales, el proceso volvió a ser cerrado, atribulado y desaseado, requiriendo incluso la intervención de la presidenta de la república para contener las pretensiones avasalladoras de la mayoría.
Publicado originalmente el día 16 de octubre del 2024, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».
También se llevó a cabo, hace unos días, la primera tómbola para determinar qué posiciones judiciales irán a las urnas. Un procedimiento penoso, en el que fue notoria la improvisación de las reglas durante la misma sesión y la prevalencia de un tono en todo momento humillante hacia uno de los poderes de la Unión.
Ante este proceder, puede preverse que las personas juzgadoras y las y los trabajadores del Poder Judicial de la Federación sigan manifestando su inconformidad. Pensar que esas expresiones vayan a terminar súbita y definitivamente por órdenes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) o del Consejo de la Judicatura (CJF) es desconocer el funcionamiento real de la judicatura, donde hay servidores públicos federales y estatales que tienen agencia sobre sus reacciones, más frente a una reforma que estiman oprobiosa. Dada la forma y el fondo de la reforma, es ingenuo pensar que este malestar desaparecerá pronto.
Paralelamente, el Pleno de la SCJN ha empezado a conocer las impugnaciones a la reforma, inicialmente mediante la admisión a trámite de una consulta planteada por personas juzgadoras, con fundamento en la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación. Ante esta determinación, el oficialismo ha oscilado entre la minimización desdeñosa de dicha instancia estimando que se trata de una vía administrativa de entidad insuficiente para analizar un asunto de esta gravedad y la consideración tan extremosa como estridente de equiparar la mera admisión a un “golpe de estado”.
La realidad es que en un país donde pasamos de un modelo de control concentrado de constitucionalidad a uno difuso precisamente mediante una consulta a trámite —el famoso Varios 912/2010, tan celebrado en su momento—, no es ni extraño ni inédito que cuestiones de gran trascendencia se ventilen por una vía diversa a la contenciosa. Pero incluso si se estima que la consulta sólo alcanza para un fallo declarativo que no suspenda la aplicación de la reforma ni suponga ejercer control de la misma, su admisión es positiva: además de dar cauce institucional a los legítimos cuestionamientos de las personas juzgadoras, permitirá al Pleno actual plasmar sus consideraciones jurídicas sobre la reforma, lo que contribuirá a los debates futuros que inevitablemente ocurrirán y aportará elementos útiles a las entidades federativas, que deberán implementar localmente esta atribulada reforma.
Invocar la vetusta teoría del constituyente permanente no resuelve nada y más bien muestra ignorancia sobre los desarrollos del constitucionalismo contemporáneo, que de forma prácticamente unánime entiende que son distintos el poder constituyente (originario) y el poder reformador de la Constitución (derivado). Para quienes defendemos derechos humanos el tema es claro desde hace tiempo: fue desde ese entendimiento que acompañamos, en el lejano 2002, las controversias constitucionales emprendidas por diversos municipios para impugnar la regresiva contrarreforma constitucional indígena del sexenio de Fox. Desde entonces insistimos en que no toda modificación a la Constitución, por serlo, es plenamente constitucional o convencional. Si fuera necesario, sin duda así lo sostendríamos el día de mañana, en caso de que una mayoría de signo conservador buscara modificar la Constitución para suprimir derechos.
La SCJN ha sido cambiante en sus posiciones sobre la posibilidad de ejercer control sobre una reforma constitucional en el pasado: ha estimado que ello es factible respecto de violaciones al procedimiento, pero ha sido renuente a pronunciarse sobre la factibilidad de hacerlo sobre el contenido. Ahora se han presentado diversos recursos, incluyendo amparos, controversias constitucionales y acciones de inconstitucionalidad. Lo sano sería que estas instancias se resolvieran una a una para dar certidumbre, incluso en el supuesto de que terminaran desechándose o sobreseyéndose, pero la prisa del partido en el poder no da ni siquiera espacio para ello y eso abona al malestar de la judicatura.
Desde luego, la lista de las y los responsables de que se haya llegado hasta esta situación extrema es larga e incluye a la propia judicatura, que pudo reaccionar de otro modo desde que se presentó en febrero la iniciativa e incluso antes, entendiendo que la legitimación legal de origen es insuficiente si no se cuida la legitimación social en ejercicio de la función. Pero con elemental honestidad intelectual hay que aceptar que no estaríamos donde estamos si esta dañina reforma no se hubiera concebido en febrero de 2024 como retaliación por fallo de la SCJN sobre la adscripción de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), y si no se hubiesen precipitado las cosas para regalar a un mandatario saliente su reforma de despedida el pasado 15 de septiembre. Lo que estamos viviendo es, sobre todo, una consecuencia previsible de este atrabiliario proceder, que hoy supedita el fortalecimiento de la justicia al azar de una tómbola, enviando señales ominosas sobre el México por venir.