En general, la propuesta de reforma al poder judicial del «Plan C» instrumentaliza necesidades sentidas por la población para poner sobre la mesa modificaciones que van en lógica de control político, en vez de generar reformas verdaderamente innovadoras para los problemas de acceso a la justicia, que son en realidad los que subyacen a esas necesidades sentidas.
Resuelta la elección y confirmado el triunfo arrollador del partido en el poder, buena parte de la conversación pública se ha centrado en la posibilidad de que en el próximo periodo de sesiones del Congreso de la Unión, a partir del 1 de septiembre, avance el paquete de reformas constitucionales que el actual titular del Ejecutivo presentó el 5 de febrero de este año, conocido como “Plan C”. De este paquete, en el que hay tanto aspectos positivos como propuestas regresivas, genera especial preocupación la propuesta de reforma judicial.
Publicado originalmente el día 11 de junio del 2024, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».
Ésta supone modificar 16 artículos constitucionales, los artículos 17, 20, 94, 95, 96, 97, 98, 99, 100, 101, 105, 107, 110, 111, 116, 122, además de la aprobación de once transitorios. El contenido de estas modificaciones puede resumirse en cuatro componentes: 1) restructurar a la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), reduciendo a nueve el número de ministros, acortando a 12 años el periodo del encargo, eliminando el funcionamiento en salas, cancelando la pensión vitalicia y ajustando sus percepciones al tope establecido para el Presidente; 2) modificar el esquema de designación de ministros, magistrados y jueces para permitir la elección mediante voto popular, de suerte que cada uno de los poderes proponga una lista de personas candidatas que irán a un comicio organizado por el Instituto Nacional Electoral, comenzando por una elección extraordinaria a realizarse, previas campañas, en 2025, donde se renovaría todo el Poder Judicial de la Federación, quedando abierta la posibilidad de que los estados realicen sus propias reformas para elegir por voto a sus jueces locales; 3) sustituir al Consejo de la Judicatura Federal con dos nuevos órganos llamados Tribunal de Disciplina Judicial y Órgano de Administración Judicial, integrados por personas designadas por cada uno de los poderes de la unión, y 4) adicionar algunas nuevas reglas procesales, como el establecimiento de plazos máximos para los asuntos fiscales y penales, y la limitación a la suspensión con efectos generales en amparos contra leyes, controversias constitucionales y acciones de constitucionalidad.
Los problemas de esta propuesta pueden, a su vez, descomponerse en tres: 1) equivoca el diagnóstico sobre el problema de la impunidad en México, pues éste no es solamente atribuible a la judicatura sino ante todo a las fiscalías, que en esta propuesta quedan intocadas; 2) falla en su comprensión sobre la legitimidad democrática de la judicatura, pues estima que ésta se resuelve pasando por urnas los nombramientos de las y los jueces cuando en realidad la legitimidad, en el caso de este poder, surge más bien de su capacidad para tutelar derechos; y, 3) erróneamente introduce un preocupante componente de control político sobre la justicia, pues tanto con el Tribunal de Disciplina Judicial como con el Órgano de Administración Judicial previstos se abre la puerta a la intervención de los otros poderes en los mecanismos de control del propio Poder Judicial.
Así, en general, la propuesta instrumentaliza necesidades sentidas por la población para poner sobre la mesa modificaciones que van en lógica de control político, en vez de generar reformas verdaderamente innovadoras para los problemas de acceso a la justicia, que son en realidad los que subyacen a esas necesidades sentidas. Abusando del hartazgo por la impunidad, se dirige la ofensiva contra el Poder Judicial sin hacer nada por los maltrechos ministerios públicos. Usando del malestar que genera el actual mecanismo de designación de ministros, se genera un esquema donde todos los jueces serían votados, abriendo un espacio mucho mayor que el actual al control de las mayorías políticas e incluso de poderes fácticos territoriales. Y, finalmente, aprovechando la propensión del Consejo de la Judicatura Federal a cuidar a los suyos, se generan controles sobre la judicatura con clara injerencia del Ejecutivo y del Legislativo.
De este modo, los principales problemas de la justicia mexicana quedan, en esta propuesta, sin ser verdaderamente abordados. No se avanza en ensanchar el acceso a la justicia a los más marginados ni en un aspecto que ha destacado Ana Laura Magaloni con lucidez: la necesidad de mejorar la regulación sobre la carrera judicial, incluyendo lo relacionado con las sanciones y adscripciones, ámbito en el que como se ha visto recientemente priva una discrecionalidad propicia para premiar y sancionar jueces a partir de criterios ajenos a su desempeño.
Hay que decirlo con claridad: ésta no es la reforma que necesita la justicia mexicana. Eso hay que señalarlo, incluso si una mayoría enojada con la impunidad estima plausible castigar a la judicatura mexicana con esta reforma, que se puso ante el electorado de forma criticable. Por ser parcial y centrarse en el control político sobre el Poder Judicial, la reforma judicial del “Plan C” genera legítima preocupación y la semana pasada tuvimos varios signos que así lo acreditaron.
¿Cuál es la posición de la virtual presidenta electa sobre esta reforma? De un lado, se dice que la respalda plenamente, pues en campaña se adhirió a su contenido y en más de un evento público obtuvo el aplauso de los concurrentes prometiendo la elección de ministros y jueces, además de que en sus “100 pasos para la transformación” se alude expresamente en los compromisos 98 y 99 a la elección por voto de magistrados y jueces y a la creación del Tribunal de Disciplina y el Órgano de Administración. Por otro lado, se dice que en realidad esta adhesión no fue más que una estrategia de campaña al no existir margen político para discrepar abiertamente del presidente de la república, al tiempo que se señala que los “100 pasos para la transformación” incluyen la creación de un modelo nacional de fiscalías, justicia federal y local y defensorías públicas, enfatizando también que en su último discurso en el Zócalo la entonces candidata habló sobre todo de una reforma para ampliar “el acceso a la justicia”.
Ambas posturas tienen bases objetivas para sostenerse pero, en breve, será la realidad la que dirima cuál prevalece. Por lo pronto, ya se anunció que la discusión se abrirá, con un discurso sobrio y responsable de la virtual presidenta electa, aunque llama la atención que el énfasis se haya puesto en dar a conocer la propuesta y la realidad del Poder Judicial, más que en debatir el contenido de la iniciativa con miras a su mejoría. Si a partir de septiembre esta propuesta se aprueba en sus términos, “sin cambiar una coma” a la propuesta del Ejecutivo, como parece demandar el todavía presidente y como amagan legisladores del partido en el poder, el mensaje no será positivo y el daño se habrá consumado.
Una nota final: es deseable que también dentro del Poder Judicial de la Federación estén a la altura del momento. Sería ideal que la judicatura ponga sobre la mesa, con sentido autocrítico, una propuesta de lo que sí debe modificarse —que sin duda es mucho— y que más que nunca se cuide a la institución. No es tiempo ni de descuidos ni de escándalos.