Responsabilizar sólo al Poder Judicial de la Federación de la deplorable situación de la justicia en México no es serio. Tampoco lo es postular que lo que estamos viendo surge de un genuino interés de mejorar la justicia. La pretensión de fondo es amedrentar a la judicatura, socavar contrapesos y disponer de recursos económicos que administra otro poder.
Es cierto que el sistema de justicia mexicano está roto, pero los ataques contra el Poder Judicial Federal no están orientados a reparar sus grietas.
Es real que los órganos de procuración y administración de justicia están rebasados por la impunidad y que en México la triste regla es que sólo obtiene justicia quien cuenta con los recursos económicos o políticos para que la balanza se incline a su favor. Pero es mentira que esta dolorosa realidad se vaya a remontar atacando la independencia judicial y agrediendo a la Suprema Corte de la Justicia de la Nación (SCJN).
Publicado originalmente el día 24 de octubre del 2023, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».
La impunidad que más lastima a la sociedad se perpetúa, sobre todo, por la disfuncionalidad de las fiscalías locales, responsables de investigar la mayor parte de los delitos, y por la falta de independencia de los poderes judiciales estatales, sometidos con frecuencia a la voluntad de los gobernadores.
A este panorama desolador abona la Fiscalía General de la República (FGR): siendo la institución más importante para investigar a la delincuencia organizada y, con ello, para desarticular las redes criminales que en buena parte de la república detentan el control territorial y disputan la soberanía al Estado, languidece en la inercia y la incapacidad. En derechos humanos esto se manifiesta, entre otras cuestiones, en la ínfima tasa de judicializaciones y sentencias en casos de desapariciones, tortura y ejecuciones, así como, por ejemplo, en la negligencia frente a la obligación de impulsar el Banco Nacional de Datos Forenses (BNDF), que ayudaría a remontar el rezago en la identificación de cuerpos y restos humanos en todo el país.
En este escenario, el Poder Judicial de la Federación (PJF) ciertamente no es ajeno a la necesidad de cambio. Investigaciones serias han detectado la subsistencia de redes de nepotismo y se siguen documentando casos de corrupción, sobre todo en órganos de primera instancia. El diseño institucional del Consejo de la Judicatura, además, presenta debilidades.
A ello se añade que el juicio de amparo, que es por definición la herramienta más relevante para la defensa de derechos, pese a sus reformas, sigue siendo distante para quienes menos tienen y sólo accesible para quienes más recursos detenta —que no en pocas ocasiones se sirven de esta noble institución para eludir la acción de la justicia—.
Adicionalmente, en muchos órganos jurisdiccionales no ha terminado de permear el cambio de paradigma que debieron significar las reformas de derechos humanos y amparo de hace una década, lo que constantemente se materializa en la denegación de justicia para quienes menos tienen; lo sabemos bien las organizaciones que por años hemos representado legalmente víctimas en estas instancias, fuera y más allá de las oficinas de la Corte.
Pero también hay aspectos que desde hace tiempo vienen cambiando para bien. A partir de la Décima Época, los derechos humanos comenzaron a impulsarse un poco más decididamente en las sentencias, se avanzó paulatinamente en la igualdad de género al interior, se mejoró la comunicación con la sociedad y comenzaron a ampliarse los servicios del Instituto Federal de la Defensoría Pública, indispensables para ensanchar el acceso a la justicia.
En diversas determinaciones, no sin tropiezos, contradicciones y pugnas internas, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha avanzado lentamente en su jurisprudencia sobre derechos humanos, cuestión fundamental si un tribunal constitucional aspira a ganar una mayor legitimidad frente a la ciudadanía.
Responsabilizar sólo al Poder Judicial de la Federación de la deplorable situación de la justicia en México no es serio. Tampoco lo es postular que lo que estamos viendo surge de un genuino interés de mejorar la justicia. El contexto lo confirma: este embate se presenta después de que la SCJN detuviera, por vicios notorios, algunas de las reformas emblemáticas de este sexenio; no ocurrió durante los primeros cinco años de gobierno; se acompaña de una retórica crecientemente agresiva; sucede al tiempo que se preservan y se acrecientan los opacos y millonarios fideicomisos del Ejército y mientras se deja intocada la ineficiente FGR; acontece mientras se preparan otras iniciativas aún más lesivas, con la peligrosa idea de reformar en 2024 la ley para que se elijan mediante voto popular directo a las y los ministros de la SCJN, y se impulsa cuando hace no tanto se celebraba una trascendente reforma al propio Poder Judicial.
Sin duda, vista de forma aislada la reciente discusión sobre los fideicomisos del Poder Judicial permite señalar la necesidad de regular mejor la gestión de estos instrumentos financieros, y de hacerla más transparente y austera. Pero visto de conjunto el proceso político que se ha desatado, es claro que en esta discusión no es la justicia lo que interesa. Lo que está ocurriendo es sin duda alguna una retaliación contra la judicatura, con la pretensión adicional del Ejecutivo de disponer de recursos económicos que hoy administra otro poder.
Don Juan Silva Meza, ministro en retiro de la SCJN que tanto en el desempeño de su cargo como en su posterior presencia pública como exintegrante del Tribunal se ha caracterizado siempre por su reconocida solvencia, reflexionó hace poco sobre los gobiernos que: “han encontrado en la captura de las Cortes Supremas, mediante la erosión de la independencia y autonomía judicial, una alternativa para suprimir contrapesos institucionales […] La reforma judicial impulsada desde este sabotaje al Estado de derecho y la interrupción del orden constitucional deviene, cuando en aras de obtener una determinación judicial en su favor, la autoridad recurre a los instrumentos económicos, políticos, mediáticos, de inteligencia del Estado y de persecución penal creados para fines distintos […] Puesto todo esto de otra manera, diríamos que el quebranto democrático comienza cuando se emplea la presión como medio de inducción jurisdiccional, haciendo nugatoria la independencia del juzgador y la autonomía del órgano judicial […] Esto es lo que no se pueden permitir en un Estado constitucional y democrático de derecho”.
En el actual contexto, vale la pena recordar estas lúcidas palabras de un muy reconocido juez constitucional mexicano, quien además en su momento hizo frente a las descalificaciones contra el debido proceso del calderonismo —que por cierto, no distan de las que hoy se escuchan entre algunos actores del gobierno federal—.
Todas y todos queremos que la justicia en México cambie, pero no así. No con un debate poco serio en el que la pretensión de fondo es amedrentar a la judicatura, socavar contrapesos y recuperar cuantiosos recursos presupuestales para los proyectos del Ejecutivo.