La situación de seguridad del país se sigue deteriorando, en un contexto donde la opinión pública y la atención de los servidores públicos está distraída en el proceso de sucesión adelantada en el que nos encontramos, contribuyendo con su negligencia a que la violencia se normalice y vuelva parte del paisaje.
En Guerrero, una movilización aparentemente incentivada por grupos criminales se apodera de la capital del Estado, mientras se difunden videos de autoridades reunidas con líderes delincuenciales. En Tamaulipas, se atenta contra la vida de un alto funcionario estatal. En Michoacán, se asesina con extrema violencia a un reconocido líder comunitario y las autoridades estatales sugieren frívolamente que sólo habrían podido preservar la vida si éste se hubiera desplazado forzadamente a la capital. En Jalisco, se atenta con explosivos contra autoridades de procuración de justicia. En Chiapas, 16 personas son privadas de la libertad impunemente. En Nayarit, el periodista a cargo de la corresponsalía de La Jornada es asesinado de manera cruenta.
Publicado originalmente el día 13 de julio del 2023, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».
La situación de seguridad del país se sigue deteriorando, en un contexto donde la opinión pública y la atención de los servidores públicos está distraída en el proceso de sucesión adelantada en el que nos encontramos, contribuyendo con su negligencia a que la violencia se normalice y vuelva parte del paisaje.
Sin duda alguna, el saldo en seguridad que está dejando la actual administración será similar al que dejaron los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, con la agravante de que hoy se ha desplegado al Ejército como nunca y de que discursivamente se sostiene que el país va bien en este tema para sostener el proyecto político del partido en el poder. Esto provoca la desmovilización de quienes antes exigían con vehemencia revisar el modelo de seguridad y poner en el centro a las víctimas de la violencia.
El fracaso de la política de seguridad actual puede explicarse en parte atendiendo a dos falencias, que no son sólo herencias del pasado. Primero: al entregar todo el aparato de seguridad e inteligencia a las Fuerzas Armadas, se prescindió de capacidades ya construidas por el Estado y se favoreció una visión de la seguridad marcada por la impronta castrense, que se tradujo en un despliegue poco estratégico en el país, demasiado centrado en la construcción de cuarteles y poco sensible al análisis fino de la diversidad de violencias que se hacen presentes en México. Segundo: al centrar los esfuerzos en fustigar al Poder Judicial y no en reformar en serio a la Fiscalía General de la República (FGR), dejando esta institución en manos de un liderazgo ineficaz y frecuentemente envuelto en polémicos conflictos de interés, se dejó de lado la necesidad de construir investigaciones y causas penales sólidas para desarticular las redes criminales que controlan buena parte del territorio nacional.
En este escenario, es necesario señalar el fracaso de las medidas impulsadas este sexenio para recuperar la paz en el país, al tiempo que es necesario también tomar distancia de las voces y perspectivas que, frente a esta realidad, intentarán en el periodo electoral ganar la simpatía popular proponiendo medidas de mano dura y de populismo penal, que tampoco son la solución.
Lamentablemente, como documentó hace poco en su encuesta la organización civil Impunidad Cero, en México es mayoritario el sector poblacional que espera y demanda medidas más represivas frente a la violencia campante, incluso por encima del respeto a los derechos humanos. Del mismo modo, abundan políticos oportunistas que intentarán movilizar electoralmente a este público, por medio de la propuesta de medidas autoritarias.
Hay que recordar, por ello, que la situación de violencia en México es extremadamente grave y multifactorial. No hay, lamentablemente, un atajo para salir rápidamente de este largo proceso de descomposición social, pues la experiencia comparada muestra que se requiere un proceso igualmente extenso de construcción de capacidades de Estado, con amplia participación cívica.
Conviene señalar, para comenzar a transitar esa ruta, que lo primero que se impone es el deber de reconocer la magnitud del problema, sin relativizarlo en aras de fines electorales y enfrentarlo decididamente, sin emplearlo como arma política arrojadiza. Desde esa perspectiva poco ayudan a la nación las voces que ignoran esta dolorosa realidad para afirmar que estamos mejor que nunca, como aquellas que, habiendo fracasado antes, hoy denuncian por mero cálculo electoral la realidad actual para impulsar de nuevo medidas de mano dura.
En medio de esta conversación pública polarizada, la esperanza está más bien en las múltiples voces que desde la academia, los colectivos de víctimas o las organizaciones de derechos humanos, construyen propuestas y alternativas basadas en evidencia y en lo mejor de la experiencia internacional.