La continuidad de la violencia en México hace pensar que el mayor desafío para nuestra soberanía no viene hoy del extranjero sino del control territorial que, en vastas porciones de nuestro país, ejercen las redes criminales conformadas por actores privados y públicos.

En el siglo XXI, un correcto entendimiento de la soberanía nacional no puede ignorar las amenazas que representan los poderes ilegales en el propio ámbito interno de los Estados ni tampoco puede prescindir de la centralidad de los derechos humanos.

Viene a cuento recordar esta idea básica en el presente, frente a la reciente conmemoración de la expropiación petrolera. Sin duda, hace 85 años la nacionalización de esta industria de hidrocarburos significó una reafirmación de la soberanía nacional, con implicaciones que trascienden, por mucho, sus consecuencias en el ámbito de la política energética —hoy por cierto necesitada de revisión en el contexto de la transición a la que obliga la crisis climática global—.

Publicado originalmente el día 22 de marzo del 2023, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».

Para un país como México, dada su ubicación geográfica y su lugar en el mundo, apuntalar esta condición soberana conmemorando esa efeméride será siempre relevante. Los desafortunados mensajes aislados de un grupo minoritario de legisladores republicanos estadounidenses confirman que es necesario insistir en ello.

Sin embargo, para que esta reivindicación nacional no sea mera instrumentalización electoral, es necesario que incorpore contenidos acordes con los desafíos del presente.

Uno de ellos es, sin duda, entender a cabalidad el desafío que para la soberanía nacional representan las redes macrocriminales, en la actualidad. La continuidad de la violencia en México hace pensar que el mayor desafío para nuestra soberanía no viene hoy del extranjero sino del control territorial que, en vastas porciones de nuestro país, ejercen las redes criminales conformadas por actores privados y públicos; esos poderes salvajes ilegales de los que hablaba el jurista italiano Luigi Ferrajoli.

Y es que frente al poder de la delincuencia organizada, coludida con actores de los tres niveles de gobierno, no puede afirmarse sin más que el Estado mexicano es soberano en todo el territorio. No lo es en la Sierra Tarahumara, ni en diversas porciones de Tamaulipas, ni en vastas zonas Guerrero, Michoacán o Zacatecas. Esta realidad, que se ha venido incubando y agravando en los últimos quince años, no está siendo revertida, en buena medida porque se ha privilegiado apostar a la simple militarización de los territorios y no a una decidida acción de la justicia, acompañada de programas sociales que trasciendan la sola transferencia directa de recursos, la cual es siempre relevante pero a menudo insuficiente.

Desde esta perspectiva, más que seguir apuntando a amenazas del extranjero, deberíamos reconocer en toda su gravedad el fracaso de la soberanía estatal que supone la manera en que estas redes delictivas amenazan la vida misma en los territorios, para empezar a actuar en consecuencia. Esto no implica, obviamente, adoptar medidas erradas de mano dura que generen violaciones a derechos humanos, sino emprender políticas públicas con visión de Estado que pongan en el centro el respeto a la dignidad de todas y todos. Hoy, la soberanía no debe ser sólo una posición de México ante el mundo, sino también una postura decidida frente a quienes impunemente arrebatan al propio Estado el monopolio de la violencia en los territorios, victimizando a las y los más pobres.

Otro contenido ineludible para la reivindicación de la soberanía es el reconocimiento de la centralidad de los derechos humanos. La experiencia de la humanidad en el siglo XX —y aún en el presente— muestra la relevancia de que las posiciones soberanistas respeten el límite que implica la vigencia de los derechos humanos. La historia confirma que, en múltiples ocasiones, gobiernos autoritarios se han escudado en la soberanía nacional para cometer atrocidades impunemente. El lento y frágil surgimiento del derecho internacional de los derechos humanos y de sus instituciones es, en ese sentido, el más notable esfuerzo por desarrollar un orden global que aprenda de esta lección.

Así, México puede y debe reivindicar su soberanía y ser fiel, con ello, al legado de la expropiación petrolera, sin que ello implique descalificar el régimen internacional de derechos humanos: respetando a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, acatando las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, aceptando los señalamientos del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos y de los demás mecanismos del sistema universal.

En esta misma lógica, sería mejor para nuestro país atender los fundados señalamientos del reciente informe sobre derechos humanos del Departamento de Estado de los Estados Unidos. Lo cierto es que en este documento se formulan observaciones veraces cuyo seguimiento puede ser benéfico para el Estado de Derecho y la dignidad de las víctimas en el país. Se trata de un monitoreo común y corriente a nivel global, atendible y pertinente, que sería equivocado homologar a las expresiones estridentes y electoreras de los legisladores republicanos. No son lo mismo. Lo cierto es que al señalar que la impunidad sigue siendo generalizada o que la crisis de desapariciones no ha cesado, el Informe del Departamento de Estado dice la verdad.

En igual sentido, es contradictorio con un entendimiento cabal y contemporáneo de la soberanía nacional, que en la conmemoración pública de la expropiación petrolera algunos participantes hayan quemado la efigie de la Ministra Presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Norma Piña. Se trata de una acción que todos los actores políticos y sociales comprometidos con los derechos humanos deberían condenar; el hecho de que haya ocurrido en una manifestación pública convocada desde la presidencia y los antecedentes de descalificación hacia la Ministra Piña por parte del Primer Mandatario obligan a no minimizar este acto e impiden homologarlo a otras expresiones similares ocurridas en otros contextos; desde esta óptica el rechazo presidencial a lo ocurrido, sin ser menor tendría que ser más contundente. No puede obviarse que al fustigar a los jueces, mientras se dejan intacta la incapacidad estructural y las redes de complicidad de las fiscalías, el propio poder presidencial ha sido generador de esta lamentable condición. Sin duda, hay mucho que revisar en los poderes judiciales, sobre todo a nivel estatal donde la corrupción y la falta de independencia siguen arraigados, pero el linchamiento público no es la vía para enfrentar este desafío.

Que la reivindicación nacional que supone conmemorar la expropiación petrolera no se utilice para movilizar temores ante supuestos enemigos extranjeros ni para cerrar al país frente al necesario escrutinio internacional en materia de derechos humanos. Hoy defender la soberanía nacional supone impulsar la recuperación de los territorios donde actualmente no gobierna el Estado sino el narcotráfico y defender los derechos humanos, que protegen nuestra común dignidad humana.