Ante la acumulación de graves violaciones a derechos humanos, no puede descartarse que esto sea indicio de que están emitiendo órdenes explícitas o implícitas contrarias a la Constitución, de que están tolerando prácticas condenables o incluso de su connivencia con algún grupo criminal al que éstas acciones favorecen, como ha ocurrido en otros contextos.

En días pasados, cinco personas fueron privadas arbitrariamente de la vida por elementos del Ejército mexicano. Los hechos derivaron en momentos de tensión entre la población y las fuerzas armadas, cuando éstas —tras controlar por horas la escena criminal, sin presencia de ninguna autoridad civil— pretendieron sustraer el vehículo tripulado por las víctimas.

Gracias a la pronta denuncia de sus familiares, a la asistencia brindada por el Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo y a los valiosos trabajos periodísticos que empezaron a realizarse, lo ocurrido pudo documentarse antes de que la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) distorsionara más el incidente.

Publicado originalmente el día 7 de marzo del 2023, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».

Desde luego, en primer término, es lamentable la pérdida de vidas humanas. Ninguna corporación del Estado mexicano está autorizada para privar arbitrariamente de la vida a las personas, pues las ejecuciones extrajudiciales están vedadas en nuestro país. Frente a voces que hoy defienden el uso de la fuerza letal aludiendo a aspectos no verificados sobre la vida de las personas ejecutadas, es indispensable señalar que al justificar las ejecuciones extrajudiciales se abre la puerta a todo tipo de abusos.

En segundo término, hay que lamentar también las expresiones de violencia en contra de los elementos castrenses. La comprensible reacción de ira de los familiares de las personas ejecutadas ante la privación de la vida y el intento de sustraer un vehículo asociado a los hechos, se tradujo en acciones que también pusieron en riesgo la integridad física de los militares, que evidenciaron una absoluta falta de herramientas para lidiar con una población legítimamente enfurecida. Desde la perspectiva de derechos humanos, la misma convicción que mueve a la condena de las ejecuciones debe mover a rechazar la reacción contra los castrenses, ya que todas las vidas y todos los cuerpos deben respetarse; esto, obviamente, sin establecer equivalencias inapropiadas, pues claro está que la privación de cinco vidas adquiere gravedad mayor.

Pero además de estas dos cuestiones, es imprescindible señalar que los eventos de Nuevo Laredo no son aislados. Ocurren en un contexto en el que vienen creciendo las denuncias de abusos militares, luego de que descendiera relativamente a inicios del sexenio. Específicamente, en Nuevo Laredo se han acumulado abusos. El más reciente —denunciado por el Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo durante septiembre del año pasado, en conferencia de prensa realizada en el Centro Prodh— fue la presunta ejecución de Heidi Mariana Pérez, una niña de apenas cinco años. La impunidad en esos casos sin duda es un factor que explica la reincidencia y esta repetición de eventos obliga a exigir que sean investigados los mandos territoriales a cargo del Ejército en esa ciudad fronteriza y en Tamaulipas, pues ante la acumulación de graves violaciones a derechos humanos, no puede descartarse que esto sea indicio de que están emitiendo órdenes explícitas o implícitas contrarias a la Constitución, de que están tolerando prácticas condenables o incluso de su connivencia con algún grupo criminal al que éstas acciones favorecen, como ha ocurrido en otros contextos.

Tras los hechos, la respuesta gubernamental ha sido contradictoria. Por un lado, el Presidente de la República se refirió a los hechos y remarcó, con un énfasis que en nuestro contexto importa, que ninguna autoridad del Estado mexicano puede cometer ejecuciones extrajudiciales. Para no perder relevancia, esta declaración tendría que ser acompañada por una acción decidida de la justicia civil. Y en este renglón es donde, una vez más, la respuesta no ha sido la idónea. El Ejército, en un comunicado todavía ambiguo, informó que al tiempo que se coordinaba con las autoridades civiles, había ya abierto una indagatoria en el fuero militar. Más adelante se supo que ésta había sido judicializada ante juez castrense y que los probables responsables habían sido vinculados a proceso penal militar.

El conocimiento de un caso como este en el fuero militar es sumamente grave. Aunque se diga que este expediente castrense sólo versará sobre los delitos contra la disciplina militar, lo cierto es que se afecta la continencia de la causa y se abre la posibilidad de que se emitan fallos contradictorios entre sí. La apertura de causas penales paralelas en estos casos es consecuencia de la reticencia militar a cumplir cabalmente la reforma al fuero militar que en 2014 lo acotó y lo limitó en casos donde hay víctimas civiles. Desafiando esta reforma, producto de sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) —y, sobre todo, de la lucha de múltiples víctimas—, el Ejército viene realizando en los hechos una aplicación expansiva del artículo 37 del Código de Justicia Militar para fungir como primer respondiente, intervenir las escenas criminales y entrevistar testigos, a efecto de mantener control. Para ello, los militares se benefician de la inacción y la incapacidad de la Fiscalía General de la República (FGR), siempre en exceso complaciente y deferente con los castrenses.

Además de la intervención del fuero militar, no puede dejar de señalarse que se ha desatado una fuerte campaña de deslegitimación en contra del abogado Raymundo Ramos, integrante del Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo, misma que algunos servidores públicos han contribuido a difundir. En este marco, la Comisión Nacional de Derechos Humanos, cada vez más desatinada, emitió un boletín de prensa en el que sugería que los organismos civiles y la prensa debíamos guardar silencio hasta que las autoridades emitieran una versión oficial; un planteamiento fuera de lugar si se considera, conforme a la experiencia acumulada en tres lustros de crisis de violencia, que cuando activistas y periodistas no denuncian, Sedena —que no ha cambiado— altera las escenas criminales y manipula la evidencia.

Más allá del caso específico y de las reacciones, lo que interesa destacar centralmente es que el caso Nuevo Laredo evidencia que de ninguna manera puede afirmarse que en México ya no se violan los derechos humanos o que el Ejército Mexicano ha transitado a un estadio distinto al de los últimos quince años. Por el contrario, persisten en las Fuerzas Armadas inercias de uso desproporcionado de la fuerza y sobre todo de la fuerza letal, que justifican los temores que muchos y muchas expresamos al advertir los riesgos de la militarización. Los eventos de Nuevo Laredo, desde esta perspectiva, dan la razón a las organizaciones que cuestionamos el creciente protagonismo castrense; a las víctimas que señalan que se ha incumplido lo que se prometió en 2018; a quienes resisten como los vecinos de Xochimilco y Azcapotzalco que se oponen a la construcción de cuarteles de la Guardia Nacional en sus barrios, y a todas las personas que esperamos que la SCJN revise las reformas por las que en este sexenio se ha profundizado la militarización.

Por todas estas razones, hacemos votos para que este caso no quede impune, para que las familias de las víctimas vean sus derechos respetados y para que los defensores de derechos humanos, como Raymundo Ramos, puedan hacer su labor sin descalificaciones ni riesgos. Es necesario seguir exigiendo, en el actual contexto, controles civiles externos frente al creciente #PoderMilitar.