Don Miguel fue una figura esencial en el inicio de la reivindicación cívica de los derechos humanos, en tiempos donde no existía una institucionalidad pública para la tutela de estos derechos ni normas que los reconocieran legalmente a plenitud.

Ha muerto Miguel Concha Malo. Su partida suscitó múltiples expresiones de condolencias y de reconocimiento a su legado. Como rara vez ocurre ya, éstas vinieron de todos los lados del espectro político: el Presidente de la República, secretarios y secretarias de Estado, legisladores y legisladoras de oposición, funcionarios, organizaciones civiles, académicos y académicas, víctimas de abusos y campesinos de las periferias.

Publicado originalmente el día 18 de enero del 2023, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».

La trayectoria de Don Miguel explica este abrumador reconocimiento. Oriundo de Querétaro, encontró muy joven su vocación religiosa en la orden de los frailes dominicos. Ahí pudo tener una formación humanística y teológica sólida que lo llevó a Puerto Rico, Francia, Roma y Alemania, en el contexto de apertura que significaron los años inmediatos al Concilio Vaticano II, antes de regresar a México. Aunque podía seguir exclusivamente con una trayectoria como profesor de teología, Concha se dejó tocar por la realidad y por el viento de esperanza que para nuestra región implicó ese momento de luz que fue el surgimiento de la Teología de la Liberación. Abrevando de la enseñanza de Don Gustavo Gutiérrez, otro dominico indispensable, don Miguel optó por poner sus talentos preferencialmente al servicio de las y los más pobres, de las víctimas de la historia. Esa dedicación estaba ya de alguna manera prefigurada en su ordenación, a cargo de Don Sergio Méndez Arceo.

Después de desempeñarse en varios cargos de la Orden, lo que le permitió conocer de cerca las realidades de toda América Latina, Concha estableció su labor académica en la Universidad Iberoamericana y en la Universidad Nacional Autónoma de México, ejerciendo como docente por décadas. Fruto de esa labor y de su implicación en las luchas concretas de la época fue la publicación del libro “La participación de los cristianos en el proceso popular de liberación de México” (Siglo XXI), referencia fundamental sobre la materia.

Paralelamente, don Miguel labró poco a poco una relevante posición pública como periodista. Primero en “Uno más Uno” y después en “La Jornada”, periódico del que le gustaba aclarar que no era sólo columnista sino “cofundador”, Concha mantuvo una columna que fungía como caja de resonancia —siempre abierta, siempre accesible— a las reivindicaciones impulsadas para defender la justicia y la democracia.

Durante la década de los ochenta, con muchos y muchas más, don Miguel contribuyó a tejer redes de apoyo para el exilio centroamericano. En esos esfuerzos abrió espacio para quienes habían integrado la oficina de Socorro Jurídico del Arzobispado de El Salvador. De ahí surgió la inspiración para constituir un organismo civil que promoviera y reivindicara los derechos humanos en México; fue así que se decidió en 1984 la fundación del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria, organización pionera de la defensa de derechos humanos desde la sociedad civil. Como Director del Centro y parte también de la Academia Mexicana de Derechos Humanos, don Miguel fue una figura esencial en el inicio de la reivindicación cívica de los derechos humanos, en tiempos donde no existía una institucionalidad pública para la tutela de estos derechos ni normas que los reconocieran legalmente a plenitud. En el Vitoria, además, fue siempre notable su capacidad para trabajar y vincularse con personas jóvenes.

Hacia los inicios del siglo XXI, el Padre Concha era ya un referente en la vida cívica nacional. Lo hizo patente su participación en múltiples consejos e instancias consultivas de decisión, tanto en el ámbito civil como en el público; la recepción de diversos reconocimientos y, sobre todo su presencia constante en momentos cruciales, en el marco de los cuales era buscado, consultado y convocado. Don Miguel fue orador principal en la marcha que exigió en enero de 1994 la paz con justicia en Chiapas y el cese de la represión contra el EZLN; también respaldó a los campesinos de Atenco y denunció las brutalidades cometidas en su contra; asimismo, participó activamente en diversos momentos cruciales del Movimiento de Paz con Justicia y Dignidad en 2011 y fue una presencia siempre solidaria con la lucha de los padres y las madres de Ayotzinapa desde 2014.

En los años recientes, vivía con desazón la deriva seguida por el país. Le preocupaba la violencia inhumana, la militarización, el silenciamiento de la prensa en vastas regiones del país, los feminicidios sin control, el retraimiento de buena parte de su Iglesia de la cuestión social. Hombre poco dado a protagonismos estériles y menos aún a la estridencia, no dejaba de buscar oportunidades de avance y analizaba la realidad desde una mirada profunda, capaz de distinguir matices. Su corazón, no puede soslayarse, latió siempre del lado de quien pusiera por delante la denuncia de la desigualdad económica que corroe a nuestro país. Empero, no dejaba de advertir, estableciendo analogías con un tema recurrente en la historia eclesial, que en el presente se estaba tensando de más el delicado balance entre el componente carismático y el componente institucional de la construcción de lo público, lo que no le parecía positivo para el robustecimiento de la vida democrática nacional.

El abundante reconocimiento a su trayectoria es sin duda un reconocimiento a su talante personal, en el que la firmeza y la indignación no se confundían con la grosería y el exabrupto, pues priorizaba siempre el diálogo y la concordia; el argumento complejo antes que la ocurrencia verbal; la discusión de ideas antes que la descalificación personal.