Hacia 2023, la situación de los derechos humanos no luce promisoria en México.
Como es sabido, el país ha experimentado desde hace al menos tres lustros una situación que los órganos internacionales de derechos humanos han calificado como crítica. Generada por el aumento de la violencia en el marco de la intensificación de la llamada “guerra contra las drogas”, ésta se ha caracterizado por altos índices delictivos y altos índices de violaciones graves a derechos humanos, enlazados ambos fenómenos por una impunidad casi absoluta.
Frente a esa realidad, el resultado de la contienda electoral federal de 2018 elevó la expectativa de que esta crisis pudiera ser reconocida y, sobre todo, revertida. Esta perspectiva tenía anclaje, entre otras cosas, en un discurso de campaña que hacía referencia a la necesidad de revisar la política de seguridad militarizada, a la refundación del sistema de justicia, a la adopción de mecanismos extraordinarios de esclarecimiento del pasado y al fortalecimiento de las políticas de atención victimal.
Publicado originalmente el día 2 de enero del 2023, en la revista digital Este País.
El ejercicio de gobierno, sin embargo, no ha estado a la altura de esta expectativa en estos primeros dos tercios de la administración. Existen, desde luego, aspectos positivos y esfuerzos ingentes, sobre todo en los trabajos que encabeza la Subsecretaría de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación. También hay aciertos en políticas orientadas a hacer frente a la profunda desigualdad económica como el incremento al salario mínimo, que constituye un avance en clave de garantía de los derechos sociales. Pero incluso reconociendo la relevancia de estas labores y la pertinencia de estas medidas, el balance global dista de ser positivo. No puede soslayarse que la centralidad de los derechos humanos no ha sido asumida a cabalidad por todas las instituciones, ni se encuentra introyectada plenamente en el estilo personal de gobernar del Presidente de la República.
La violencia, sobre todo la violencia homicida, no está disminuyendo al ritmo que debería decrecer. Cerramos 2022 de nuevo con más de 30 mil homicidios. Es un pobre consuelo presumir que al menos el crecimiento exponencial de este fenómeno está contenido, cuando las cifras siguen siendo excesivamente altas y cuando a la par no dejan de aumentar las desapariciones. La preocupación es mayor si se considera que ante esta realidad, la política actual de seguridad ha priorizado el incremento de la militarización, misma que no sólo no resuelve la situación de fondo sino que además provoca sus propios riesgos, pues altera los delicados balances que deben prevalecer en las relaciones cívico militares. Hay que decirlo con claridad: el actual protagonismo público castrense es inédito y peligroso. Aunado a ello, esta medida no ha sido efectiva para recuperar territorio perdido: en amplias regiones del país, los grupos delictivos se han vuelto verdaderas organizaciones macrocriminales, diluyendo la frontera entre la criminalidad y el Estado, sin que el fenómeno se afronte como se requiere: con más investigación y con más inteligencia.
En justicia la situación no es más halagüeña. La impunidad sistémica de México no ha cambiado, pese a que se afirme lo contrario. Desde el poder se fustiga una y otra vez a los jueces como causantes de este deplorable rasgo nacional, cuando en realidad el principal nudo de disfuncionalidad se encuentra en las fiscalías, ámbito en el que poco o nada se ha mejorado. En este renglón, el tránsito de las procuradurías a las fiscalías no ha significado una renovación de las prácticas de investigación de los delitos y en el ámbito federal la Fiscalía General de la República (FGR) continúa entregada a un liderazgo carente de visión de futuro y de reforma, reticente a la rendición de cuentas y continuamente inmerso en presuntos conflictos de interés.
En cuanto a los mecanismos extraordinarios para alcanzar justicia y verdad en casos del pasado, esos esfuerzos enfrentan una y otra vez las contradicciones que caracterizan esta administración. Aunque intentan llevar adelante la labor de esclarecer los casos Ayotzinapa y el período de la así llamada ‘Guerra Sucia’, las comisiones que hasta ahora se han creado chocan permanentemente con la opacidad militar y con la incapacidad de las fiscalías. Además, como modelo no se están replicando para muchas otras víctimas que esperan igual atención, sin obtenerla hasta ahora.
La sensación de desatención provocada en este contexto se ve incrementada por el deterioro de las instancias de atención victimal. El Sistema Nacional de Atención a Víctimas, creado hace una década por la Ley General de Víctimas que arrancó al poder el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, se encuentra reducido a su mínima expresión, por una mal entendida austeridad y por el desdén presidencial. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), por su parte, se encuentra colonizada por intereses partidistas y ha perdido casi por entero su autonomía.
En este sombrío panorama, la retórica y el ejercicio de gobierno presidencial no abonan a poner en el centro de la acción pública los derechos humanos. Las descalificaciones verbales contra la sociedad civil y contra órganos internacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) o como la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH), no son propias de una visión democrática. En igual sentido, la profusión de adjetivos y denostaciones contra periodistas y adversarios políticos no es un ejemplo edificante que aporte a la cultura de respeto a los derechos, pues ésta supone el indeclinable respeto a la dignidad de todos y todas.
Es difícil pensar que estas tendencias, que son parte ya del legado que dejará esta administración, cambiarán en 2023, al menos por cuanto hace al tema que nos ocupa. Lo que sí puede anticiparse, sin embargo, es que los esfuerzos que realizan muchos otros actores cívicos para que cambie la situación de los derechos humanos, seguirán expresándose a lo largo del año que inicia.
Seguirán por ejemplo, los esfuerzos de los familiares de las personas desaparecidas para visibilizar esa profunda tragedia nacional, con sus salidas a campo para buscar fosas y sitios de exterminio con sus propias manos. Es deseable que ante estas expresiones, que son hoy uno de los rostros más dolorosos de la crisis de derechos humanos del país, la respuesta estatal mejore: debe haber más apoyo a los colectivos de familiares, pues cinco madres buscadoras fueron asesinadas en 2022 por intentar localizar a sus hijos e hijas. Además debe haber mayor coordinación, pues herramientas básicas como el Banco Nacional de Datos Forenses, que la FGR está obligada a operar, siguen sin ser creadas. Es deseable, también, que se consolide el recién creado Centro Nacional de Identificación Humana.
También continuará la indispensable supervisión internacional sobre México en materia de derechos humanos. Diversas instancias de la ONU tendrán que expresar sus valoraciones sobre la innegable profundización de la militarización y habrá que ver la respuesta gubernamental. Adicionalmente, la Corte Interamericana emitirá un par de sentencias relevantes contra México, sobre arraigo y prisión preventiva oficiosa, ante las cuales es deseable que el Estado se allane y cumpla sin reticencias, lo que no ha ocurrido aún ante otros fallos como lo ejemplifica el llamado Caso Atenco, en el que incluso aspectos básicos de atención victimal a las mujeres sobrevivientes están en retroceso al tiempo que la impunidad continúa.
Habrá continuidad también en las impugnaciones de leyes inconstitucionales e inconvencionales, aprobadas estos últimos años ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), y por tanto se mantendrá la centralidad en la vida pública del contrapeso judicial. Por ejemplo, están todavía por resolverse varios asuntos relacionados con la profundización de la militarización, en los que ese Alto Tribunal tendrá que delimitar el papel de las Fuerzas Armadas en nuestro orden constitucional. Es deseable que la nueva presidencia de la SCJN propicie una discusión más transparente, más expedita, más ordenada y más concentrada de esos asuntos; es deseable, también que la independencia judicial no se vea mermada.
Igualmente, seguirán, sin duda, los esfuerzos de víctimas, organizaciones no gubernamentales, activistas, comunidades y periodistas que acudiendo al amplio repertorio de acciones propio de la democracia buscarán visibilizar agendas y problemáticas que no han sido bien atendidas por los gobiernos en turno. La movilización constante de las mujeres, es dable anticipar, seguirá recordando en las calles y en las redes la enorme deuda que como país tenemos frente a la persistencia de la violencia de género, con incuestionable legitimidad.
En suma, ante un panorama en el que los profundos problemas de derechos humanos que México enfrenta no han sido erradicados y frente al desafío que representa una narrativa oficial que afirma lo contrario, 2023 —año en que conmemoraremos el 75 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos— seguramente será un año de intensas movilizaciones e iniciativas ciudadanas que con creatividad seguirán insistiendo en que los derechos humanos que desde 2011 nos promete la Constitución articulan un proyecto de nación y un horizonte deseable, cuyo cumplimiento legítimamente podemos y debemos exigir a cualquier gobierno, sin distingo de color o partido, más allá de toda polarización.