La aprobación de la reforma para extender hasta 2028 el plazo constitucional para que las Fuerzas Armadas participen en labores de seguridad pública ocurre en un contexto en que el que se están documentando, de forma inédita y casi en tiempo real, las falencias de las Fuerzas Armadas mexicanas.
El pasado 4 de octubre la mayoría del Senado aprobó la extensión, hasta 2028, del plazo constitucional en el cual las Fuerzas Armadas podrán participar en labores de seguridad pública.
Publicado originalmente el día 7 de octubre de 2022, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».
La decisión no fue precedida de una discusión basada en evidencia empírica sobre la pertinencia de una medida de esta trascendencia, que supone la imposición de una política de seguridad militarizada más allá de los límites de este sexenio y que estrecha los márgenes que podrán tener las o los futuros gobernantes para construir una política pública en la materia. La ampliación incrementa los riesgos de que ocurran violaciones a derechos humanos, perpetúa una política de seguridad ineficaz y trastoca los delicados balances cívico-militares.
Pero si esto no fuera suficiente para elevar la preocupación, la aprobación de esta reforma ocurre en un contexto en que el que se están documentando, de forma inédita y casi en tiempo real, las falencias de las Fuerzas Armadas mexicanas; contexto que, sin embargo, no llevó a diseñar controles más robustos respecto de su participación en seguridad pública, lo cual evidencia el muy preocupante empoderamiento militar actual.
Este contexto lo conforman tres circunstancias relevantes: la evidencia de que el Ejército ha sido permeado por el narcotráfico, la vulneración de la seguridad digital de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) y los indicios de que la institución armada emplea ilegalmente tecnologías de espionaje.
Sobre lo primero, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), que coadyuva en el caso Ayotzinapa, mostró en su Informe IV evidencia indubitable sobre la connivencia entre el 27 Batallón de Infantería de Iguala con la delincuencia organizada: existen mensajes de Blackberry obtenidos lícitamente por las autoridades norteamericanas, ya debidamente verificados y periciados, en los que integrantes de este grupo criminal hablan con familiaridad y desparpajo sobre sus vínculos con militares. “Oy les boy a ser una comida a mis compas militares ya somos compas”, dice uno de los jefes criminales, durante estas conversaciones.
Sobre lo segundo, como es sabido, fue vulnerada la seguridad digital del Ejército quedando al descubierto una inmensa cantidad de documentos de seguridad nacional. Y si la difusión de esa información muestra las vulnerabilidades de la institución armada, el contenido de los documentos la retrata como un organismo opaco y autoritario. Así, lo publicado hasta ahora, muestra cómo los castrenses ocultan abusos sexuales, siguen a actores políticos y sociales, diseñan campañas para desprestigiar a quienes investigan violaciones a derechos humanos, monitorean a madres de desaparecidos y consideran a organizaciones de la sociedad civil como el Centro Prodh bajo la categoría de “grupos de presión”.
Sobre lo tercero, el trabajo “Ejército Espía” de Artículo 19, la Red de Derechos Digitales y Social Tic, en alianza con el Citizen Lab de Toronto, permitió documentar el uso del Software de espionaje Pegasus en este sexenio en contra del reconocido periodista, Ricardo Raphael, en contra del defensor de derechos humanos, Raymundo Ramos, e incluso en contra de un periodista de esta casa editorial digital, Animal Político, de cuyo trabajo encomiable damos fe. Las organizaciones acreditaron, además, la alta probabilidad de que el Ejército esté detrás de esa operación, pues mantiene en este sexenio relaciones comerciales con una de las empresas autorizadas para la promoción de esta tecnología en México.
La suma de estos tres eventos, acontecidos en unos cuantos días, habría bastado, en un país donde el poder militar estuviera realmente subordinado al civil, para aplazar la discusión sobre la ampliación del plazo, para replantear ese debate, para diseñar controles civiles más severos o al menos para activar a alguna de las instancias civiles que deben supervisar a las Fuerzas Armadas. No fue así. La reforma se aprobó esta misma semana, como si la coyuntura no advirtiera sobre los riesgos de la militarización. Más aún, en esta reforma se emuló el diseño de la Comisión Bicameral de Seguridad Nacional como control parlamentario de la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad, aun cuando esta Comisión ha sido absolutamente irrelevante precisamente ante temas como Ayotzinapa, la vulneración de la seguridad digital o el espionaje con Pegasus.
Lo que viene es preocupante y lo prefigura todo lo que ha ocurrido en el caso Ayotzinapa: un empoderamiento militar en el que el mando castrense puede abogar por violadores a derechos humanos, demandar la cancelación irregular de órdenes de aprehensión, abrir las cárceles militares para que desde ahí los integrantes del Ejército imputados se lancen en entrevistas contra funcionarios civiles que intentan hacer adecuadamente su labor, contratar a abogados particulares que presten servicios de vocería en medios mientras desde la defensoría militar se hace cargo de la representación de imputados, difundir en medios afines narrativas falsas y considerar enemigo a quien desde la sociedad civil o el periodismo demande contrapesos al poder militar o señale abusos castrenses. Ese es, como se desprende del contexto, el país que se perfila con la profundización de la militarización aprobada en el Senado.