Ahora se pretende prolongar el tiempo en que el Ejército y la Secretaría de Marina pueden intervenir en las tareas de seguridad pública hasta 2029, imponiendo así un esquema transexenal.
Atravesamos un contexto pesaroso en el que desde el Poder Legislativo, acatando la voluntad del Ejecutivo, se están tomando decisiones que profundizan de manera deliberada la militarización de la seguridad pública, con un marco jurídico laxo y sin controles, poniendo en riesgo los balances democráticos y el respeto a los derechos humanos.
Publicado originalmente el día 17 de septiembre del 2022, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».
La semana pasada, la Cámara de Diputados y el Senado aprobaron un paquete de modificaciones legislativas con las que se adscribe el control operativo y administrativo de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), aun cuando esto contraviene el artículo 21 constitucional. Ahora se pretende prolongar el tiempo en que el Ejército y la Secretaría de Marina pueden intervenir en las tareas de seguridad pública: no sólo hasta 2024, —plazo que se tenía pactado para fortalecer a las policías estatales y municipales— sino hasta 2029, imponiendo así un esquema transexenal.
Ante dicho contexto, la Oficina en México de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos emitió un comunicado, en el cual lamentaba el traspaso de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional. Esta postura no es novedosa, pese a que el presidente de la República afirme lo contrario, como lo hizo en su conferencia matutina del 13 de septiembre cuando sostuvo que los organismos internacionales de derechos humanos no actuaban con profesionalismo y que habían guardado un silencio cómplice en el pasado.
No es así. Tanto la Oficina en México del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos (Onudh), como la Comisión Interamericana de Derechos humanos (CIDH) y la Corte Interamericana (Corte IDH), han sido consistentes a lo largo de la historia en promover propuestas de seguridad a favor de la vía civil y basadas en los derechos humanos, como hemos constatado en el Informe “Poder Militar” del Centro Prodh, donde hacemos recuento de recomendaciones como las siguientes:
Al menos desde 1998, la CIDH, en su Informe sobre la situación de los Derechos Humanos en México, alertó sobre los riesgos de la militarización y pidió revisar el contenido de la Ley del Sistema Nacional de Seguridad Pública, con el fin de mantener a las Fuerzas Armadas en el rol propio para el cual fueron creadas.
En 2008 la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Louise Arbour, al término de su visita a México, en pleno sexenio calderonista, observó que el Gobierno Federal debía fortalecer las instituciones civiles, y que los tribunales civiles debían tener jurisdicción ante las violaciones de derechos humanos perpetradas por personal militar.
En el informe de 2015 de la CIDH, emitido en el sexenio peñanietista y por el cual enfrentó fuertes descalificaciones, se expresa que la seguridad y el orden interno deben ser “competencia exclusiva de cuerpos policiales civiles debidamente organizados y capacitados, y no así de Fuerzas Armadas militares”.
También se señaló así en el Informe del Relator Especial de Naciones Unidas sobre las Ejecuciones Extrajudiciales, Sumarias o Arbitrarias, Christoph Heyns, quien insistió en la necesidad de tomar todas las medidas necesarias, con efecto inmediato, para que la defensa de la seguridad pública esté en manos de civiles y no de las fuerzas de seguridad militares.
Del mismo modo, en 2018, la Corte IDH en la sentencia del caso Alvarado Espinosa y otros vs México expresó claramente que las Fuerzas Armadas sólo pueden intervenir en tareas de seguridad de manera extraordinaria, subordinada, complementaria, regulada, mediante mecanismos legales y protocolos sobre el uso de la fuerza, bajo los principios de excepcionalidad, proporcionalidad y absoluta necesidad, y de forma Fiscalizada, por órganos civiles competentes, independientes y técnicamente capaces.
Ya en la actual administración los organismos internacionales han instado en distintas ocasiones al Estado mexicano a que diseñe un plan que garantice el retiro gradual y ordenado de las Fuerzas Armadas de las funciones de seguridad ciudadana.
Lo hizo así Michelle Bachelet, en su último discurso como la Alta Comisionada del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, cuando reiteró su preocupación por la militarización de México e instó a “fortalecer las instituciones civiles” y “establecer un plan de retiro de las Fuerzas Armadas de tareas de seguridad pública”. Lo hizo también la CIDH en su último informe anual en el que, aludiendo a México, indicó que aún está pendiente un plan para el retiro gradual de Fuerzas Armadas en tareas de seguridad. Más recientemente, la Alta Comisionada interina de la ONU para los Derechos Humanos, Nada Al-Nashif, expresó su preocupación por la decisión del Congreso de México de ceder el control de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional.
Hoy las decisiones de los poderes Ejecutivo y Legislativo —con la complacencia de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), que evidenció su falta de autonomía al abdicar de su facultad para interponer acciones de inconstitucionalidad— contravienen estas recomendaciones internacionales, como lo hemos señalado múltiples organizaciones civiles y, sobre todo, las personas que han sobrevivido los impactos de la militarización: todas aquellas que fueron víctimas de tortura, desaparición forzada, abusos o atropellos y que han luchado contra la impunidad.
Es falso que los organismos internacionales de derechos humanos hayan callado en el pasado ante los abusos y la militarización. Es falso, también, que seguir dando atribuciones al Ejército nos vaya a conducir a la reducción de la violencia que todos y todas anhelamos. Señalar esta realidad no implica, como de forma ominosa lo señaló en su discurso amenazante el General Secretario de la Defensa, formular “comentarios tendenciosos generados por (…) intereses y ambiciones personales, antes que los intereses nacionales” para “apartar a las Fuerzas Armadas de la confianza y respeto que deposita la ciudadanía”. Por el contrario, supone reivindicar y discernir la verdad frente a los discursos polarizantes y manipuladores. Conviene no olvidarlo.