La conversación pública generada tras la muerte de Echeverría, lo mismo que las repercusiones del acto en el Campo Militar 1, nos recuerda que aún tenemos que hacernos cargo de la deuda con la “Guerra Sucia”.
La muerte del expresidente Luis Echeverría Álvarez ha reavivado el debate sobre el legado de violaciones graves a derechos humanos con las que estuvo vinculado.
Desde luego, fallecida una persona, sus dolientes y amistades tienen, como todos los seres humanos, derecho al duelo y a recibir condolencias. Esto no impide, obviamente, que la muerte de quien como servidor público fue cabeza del Ejecutivo federal provoque balances específicos sobre su legado en materia de derechos humanos. De hecho, hacerlo da cuenta de la vitalidad de la sociedad.
Publicado originalmente el día 12 de julio de 2022, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».
Lo primero que hay que decir es que, como lo ha recogido ampliamente la opinión pública, por cuanto hace a las graves violaciones a derechos humanos la responsabilidad de Luis Echeverría Álvarez no está en duda. Es un hecho objetivo, establecido incluso por instancias internacionales de derechos humanos. Así, por ejemplo, el Grupo de Trabajo sobre las Desapariciones Forzadas de la ONU señaló, desde su informe de 2011, que “Durante el periodo conocido como la ‘Guerra Sucia’, desde finales de la década de 1960 hasta principios de la década de 1980, las fuerzas de seguridad llevaron a cabo una política de represión sistemática contra estudiantes, indígenas, campesinos, activistas sociales y cualquier sospechoso de ser parte de un movimiento de oposición. Los graves abusos cometidos incluyeron masacres de estudiantes en 1968 y 1971, la tortura, ejecución y desaparición forzada de cientos de disidentes y presuntos simpatizantes” (A /HRC/19/58/Add.2).
Es, por tanto, una certidumbre respaldada por los principales pronunciamientos de las instancias internacionales de derechos humanos, que en la época que incluye al sexenio de Luis Echeverría Álvarez el Estado mexicano desarrolló una política de represión sistemática que incluyó torturas, ejecuciones y desapariciones. Como lo recordó con enorme dignidad y claridad Alicia de los Ríos, hija de una persona desaparecida, en su alocución en el Campo Militar número 1 el 22 de junio de este año, la existencia de ese contexto no es una cuestión que esté en duda en el presente.
Por ello, es pertinente el recordatorio hecho por el Comité 68, al señalar que el antiguo mandatario fue imputado por actos criminales, hecho que no se diluye por la incapacidad del sistema de justicia mexicano para culminar adecuadamente ese proceso.
En este sentido, es muy relevante traer también a colación que, aun cuando la muerte de una persona imputada extinga la responsabilidad penal ante graves violaciones como la desaparición forzada a derechos humanos, la responsabilidad del Estado es objetiva, no prescriptible y trascendente del ámbito de lo que a cada perpetrador incumbe en lo individual. Desde esa perspectiva, la muerte de quienes fueron subjetivamente responsables aumenta la importancia de las acciones que se realizan frente a la responsabilidad objetiva que sigue recayendo en el Estado. Esa obligación está hoy a cargo de la administración actual y seguimos a la espera de que se acredite, con acciones contundentes, el compromiso pleno con la justicia, con la verdad y con la memoria.
El justo reclamo de amplios sectores frente a la sensación de que Luis Echeverría Álvarez murió impune, gozando de su mal habida fortuna y en condiciones que tantas víctimas del periodo no tuvieron, deja también una importante lección sobre los límites del discurso sobre la reconciliación que diversos actores políticos, incluyendo al propio presidente de la República, han impulsado.
Cuando las instancias del Estado incumplen su deber de procurar justicia e imponer sanciones, la impunidad que se genera no es sólo una cuestión que interese al foro jurídico; implica una pedagogía pública en la que hechos inaceptables no reciben rechazo social por vía de las instituciones y poco a poco devienen, así, en eventos “aceptables”. Por eso, demandar justicia por estas violaciones a derechos humanos de extrema gravedad no implica adoptar una posición punitivista sino que, por el contrario, supone expresar la razonable expectativa, propia del proceso civilizatorio, de que se asignen consecuencias legales al comportamiento ilícito de quienes ordenaron, cometieron o encubrieron las conductas más lesivas contra la dignidad humana.
En los casos de desapariciones forzadas, particularmente que persista la falta de esclarecimiento del paradero de las víctimas prolonga el estado de incertidumbre y sufrimiento de las familias. En estos casos, sin verdad no hay reconciliación posible y es inhumano exigir que haya perdón. Cuando las propias autoridades, además, generan narrativas ambivalentes o no se deslindan claramente de estas prácticas aberrantes, el agravio de la impunidad se acrecienta.
Esto ocurrió más recientemente con el fallido discurso del Secretario de la Defensa Nacional, Luis Crescencio Sandoval, en el acto llevado a cabo en el Campo Militar 1. El mensaje fue lamentable, no por colocar la perspectiva militar sobre lo ocurrido en una época —debate desde luego factible en instancias académicas— sino porque es un discurso en el que la cabeza del Ejército reivindica, aduciendo para ello respaldo presidencial, la legitimidad de la vetusta doctrina de la “obediencia debida”, conforme a la cual las autoridades castrenses o policiales no tienen margen de actuación cuando el mando civil les ordena perpetrar graves violaciones a derechos humanos. Esta posición es debatible pues hay suficiente evidencia sobre cómo las Fuerzas Armadas ejecutaron con relativa autonomía sus acciones represivas -lo que también ha ocurrido, por cierto, en el contexto de la reciente “Guerra contra el Narcotráfico”-. Pero sobre todo, es una postura que contraviene abiertamente el derecho internacional de derechos humanos, en cuyos estándares es claro que ningún agente estatal tiene la obligación de cumplir una orden o instrucción que sea claramente incompatible con los derechos humanos. Adscribirse a esa normatividad humanitaria fue lo que debió haber hecho el secretario en su discurso y lo que, al no suceder, muestra cómo las Fuerzas Armadas —hoy más que nunca empoderadas— no se adhieren aún a los principios básicos de derechos humanos.
La conversación pública generada tras la muerte de Echeverría, lo mismo que las repercusiones del acto en el Campo Militar 1, nos recuerda que aún tenemos que hacernos cargo de la deuda con la “Guerra Sucia”. Las reacciones confirman que sin justicia y sin verdad, sin una memoria a la que contribuyan actos unívocos de Estado, no hay reconciliación posible.
La multiplicidad de voces que recordaron el pasado represivo de Echeverría da cuenta de cómo la memoria de las mexicanas y los mexicanos no dejado de cambiar con el tiempo. Una lectura posible es que el rechazo a ciertas violaciones a derechos humanos va asentándose y ello podría ser alentador. Es de justicia recordar que el mérito en ese proceso ha sido, sobre todo, de miles de víctimas, familiares, padres y madres, hijos e hijas, compañeros y compañeras, y activistas que por años han mantenido viva la memoria y la exigencia de justicia y verdad —incluyendo esfuerzos colectivos como Eureka, Comité 68, HIJOS México, historiadores e historiadoras, periodistas, organismos de sociedad civil, entre otros—; no es mérito de un partido político o de una corriente ideológica en particular.
No obstante, para que de esa fuerza surjan procesos que deriven en verdaderas garantías de no repetición, las acciones de Estado son indispensables. Por ello es relevante que concluya bien, superando contradicciones y escollos como las reticencias castrenses, la labor en curso de la Comisión para el Acceso a la Verdad, el Esclarecimiento Histórico y el Impulso a la Justicia de los hechos ocurridos entre 1965 y 1990, que como ese mismo evento en Campo 1 evidenció, requiere de mayor apoyo institucional.
Invocar a una reconciliación abstracta y carente de historización será siempre una condición más propicia para que los perpetradores sigan impunes y para que las instituciones de seguridad y justicia no reconozcan su historia y, con ello, no cambien.