Si ni siquiera este evento de alto impacto social desemboca en un proceso penal donde, con respeto a los derechos humanos, el Estado muestre que puede sancionar y repudiar los crímenes que más lastiman a la sociedad, el mensaje de impunidad será terrible.
A quince días de los crímenes de Cerocahui, el Estado mexicano ha sido incapaz de capturar y presentar ante la justicia al presunto perpetrador.
Publicado originalmente el día 6 de julio de 2022, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».
Pese a que toda la fuerza de los gobiernos estatal y federal se ha volcado a la detención, el probable responsable sigue prófugo y eludiendo a la justicia. Este hecho irrebatible retrata a un país en el que la impunidad se consolida día a día.
Exigir justicia por lo ocurrido es la primera obligación en este momento. Como se ha dicho, el asesinato en un templo de dos ministros de culto octogenarios implicó cruzar una línea más en la espiral de deshumanización. Por ello, si ni siquiera este evento de alto impacto social desemboca en un proceso penal donde, con respeto a los derechos humanos, el Estado muestre que puede sancionar y repudiar los crímenes que más lastiman a la sociedad, el mensaje de impunidad será terrible. Y lo será no tanto en función de que no sería debidamente sancionado el crimen contra los sacerdotes y el guía turístico, sino, sobre todo, en función de que en toda la Sierra Tarahumara se interpretará inequívocamente que los criminales pueden cometer cualquier atrocidad sin consecuencia alguna; máxime si se considera que el caso incluye también la desaparición de dos personas cuyo paradero sigue sin ser esclarecido.
En este sentido, cabe clarificar que no es castigo lo que se demanda sino, más bien, que las autoridades se muestren mínimamente capaces de encauzar el procesamiento de los más atroces crímenes por la senda del Estado de Derecho, pues sólo por ese camino este triste evento será un punto de inflexión para la inerme gente de la región.
Sin duda, en la incapacidad de las autoridades para capturar al perpetrador repercuten negligencias de décadas y complicidades profundas. Debe decirse con toda claridad que, en buena medida, fue la incapacidad de los gobiernos locales de Chihuahua para detener oportunamente a este líder criminal regional lo que permitió su empoderamiento impune en la región durante años. Detrás de esa incapacidad, hay redes de complicidades con actores políticos municipales y estatales que deben investigarse.
Por esta misma razón, siendo el tema una cuestión también de delincuencia organizada, es imposible no mirar hacia las responsabilidades del Gobierno federal. Como ya se ha dicho, la actual estrategia de seguridad militarizada y centralista, que descuida a las policías locales y a las fiscalías, es parte del problema, pues no ha sido capaz de desarticular las redes criminales en las que surgen figuras como el personaje que aterrorizó a Cerocahui. Esta situación se reproduce en todo el país, sobre todo en las regiones y zonas más marginadas, y eso explica que sigamos con índices de violencia y homicidios sumamente altos. No vamos bien en seguridad y la estrategia actual debe revisarse.
Lamentablemente, señalar esta realidad innegable despertó descalificaciones de parte del presidente de la República, quien desde su conferencia matutina, acudiendo a generalizaciones injustas y con nula empatía hacia las víctimas, sugirió que quienes hoy expresan preocupación por la violencia no lo hicieron en el pasado e incluso aseguró que criticar la actual deriva de la política de seguridad equivale a añorar acciones de mano dura y violaciones a derechos humanos del pasado.
Sin caer en la estridencia, con la firmeza propia de la defensa de los derechos humanos, debe decirse con contundencia que estas afirmaciones falsean la realidad.
En el caso de los organismos civiles de derechos humanos, hemos denunciado la violencia y las violaciones a derechos humanos desde hace lustros, sin guardar en ningún momento un silencio cómplice frente al profundo deterioro de las condiciones de vida en el país. El trabajo realizado en muchas de las causas sociales de búsqueda de justicia que han marcado la historia reciente, da cuenta de ello.
Por otro lado, aunque debería ser obvio, vale la pena expresar de cara a la desinformación que genera el discurso presidencial, que de ninguna manera esta postura crítica aboga por acciones de mano dura y menos aún por abiertas violaciones a derechos humanos. Señalar las limitaciones de la política actual de seguridad no equivale añorar la vuelta a un pasado que tampoco trajo los resultados deseados y que generó una inmensa cauda de abusos, muchos de ellos todavía impunes.
Advertir los riesgos de la militarización sin contrapesos por la que se ha apostado, señalar que nuestro problema principal de impunidad tiene que ver con las fiscalías y no con los jueces, subrayar que las visiones centralistas soslayan la importancia insustituible de las policías locales, y enfatizar que sin diálogo social ninguna estrategia es viable, no puede equipararse a una añoranza por el pasado o a reclamar que la violencia se combata con la violencia. Se trata de señalamientos legítimos y puntuales, normales en cualquier contexto democrático y necesarios para revisar una política pública que, como todas, debe ser evaluada estrictamente en función de sus resultados y no de las intenciones de quienes la impulsan.
Defender con firmeza el respeto a los derechos, demandar que el caso no quede impune y exigir que sean encontrados los desaparecidos es, desde luego, compatible con la enseñanza del propio Papa Francisco, quien ha señalado que “No se trata de proponer un perdón renunciando a los propios derechos ante un poderoso corrupto, ante un criminal o ante alguien que degrada nuestra dignidad. Estamos llamados a amar a todos, sin excepción, pero amar a un opresor no es consentir que siga siendo así; tampoco es hacerle pensar que lo que él hace es aceptable. Al contrario, amarlo bien es buscar de distintas maneras que deje de oprimir, es quitarle ese poder que no sabe utilizar y que lo desfigura como ser humano. Perdonar no quiere decir permitir que sigan pisoteando la propia dignidad y la de los demás, o dejar que un criminal continúe haciendo daño. Quien sufre la injusticia tiene que defender con fuerza sus derechos y los de su familia precisamente porque debe preservar la dignidad que se le ha dado, una dignidad que Dios ama. Si un delincuente me ha hecho daño a mí o a un ser querido, nadie me prohíbe que exija justicia y que me preocupe para que esa persona —o cualquier otra— no vuelva a dañarme ni haga el mismo daño a otros. Corresponde que lo haga, y el perdón no sólo no anula esa necesidad sino que la reclama (…) La clave está en no hacerlo para alimentar una ira que enferma el alma personal y el alma de nuestro pueblo, o por una necesidad enfermiza de destruir al otro que desata una carrera de venganza” (Papa Francisco, Fratelli Tutti, párrs. 241 y 242).
La exigencia de justicia contribuye, además, a que no se pierda de vista lo esencial. Pues más allá de los debates mediáticos, las comunidades rarámuri continúan en la misma situación, inermes ante la violencia. Porque en medio de las declaraciones, como bien ha subrayado Magdalena Gómez, “queda un tanto distante desde fuera y desde arriba el significado del duelo que, en especial en la sierra, se vivió y se vive, ahí abajo, con los rarámuris como víctimas estructurales”. En cabal tributo a la memoria del Padre Gallo y del Padre Mora, esa realidad no debe soslayarse.