Es un hecho que la retracción del Estado está generando un vacío que no se está colmando con acciones decididas de investigación criminal y justicia para desarticular redes macrocriminales.
Los crímenes cometidos en Cerocahui la semana pasada, que produjeron el asesinato de tres personas —dos jesuitas y un guía turístico— y la desaparición de dos hombres más, que aún siguen sin ser localizados, estrujaron la aletargada conciencia nacional y trajeron la atención internacional sobre México.
Publicado originalmente el día 29 de junio de 2022, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».
Hasta el día de hoy se han pronunciado, condenando la violencia, el Papa Francisco, la Conferencia Episcopal Mexicana, la Unión Europea, la Alta Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la Comisión de Derechos Humanos del Congreso de los Estados Unidos y muchas voces más de organizaciones, iglesias, actores políticos y personas.
Que hayan sido privados de la vida en un templo dos ministros de culto octogenarios cuando realizaban su labor pastoral ha sacudido al país; la sensación es que algo se ha roto, que un límite se ha traspasado.
El testimonio de vida de los sacerdotes asesinados, continuadores de una tradición de siglos, interpela profundamente. El Padre Joaquín Mora, con su personalidad poco dada a buscar el brillo personal, deja detrás de sí un ejemplo de humildad. Lo han demostrado los testimonios de sus alumnos, que lo recuerdan leyéndoles con voz serena pero firme sus libros predilectos; lo mostró hasta el final, pues fue privado de la vida cuando con una conmovedora fidelidad a su vocación sacerdotal intentaba brindar los últimos sacramentos a una persona que lo necesitaba. El Padre Javier Campos, con esa bonhomía por todos reconocida, ha quedado retratado no sólo en la memoria de las comunidades, sino también en esas imágenes indelebles que hemos visto estos días: un hombre sentado en el piso que con sencillez escucha atentamente a una mujer mayor del pueblo rarámuri, que carga con emoción sincera a un bebé al bautizarlo.
Por eso también la exigencia de justicia ha sido abrumadora. Más allá del perdón que los propios jesuitas, en tanto comunidad doliente, han ya ofrecido conforme a su identidad y vocación, si los hechos no son procesados por las instituciones y la impunidad prevalece, el mensaje público terminará siendo que pueden cruzarse líneas sin que nada ocurra. Y esto puede suceder pues a más de una semana de los hechos, el Estado mexicano no ha sido capaz de detener al perpetrador, pese a la cuantiosa presencia de fuerzas de seguridad en la zona, lo que aumenta el temor fundado de que no haya rendición de cuentas.
Sin dejar de exigir justicia, es relevante insistir en que no estamos ante un caso aislado provocado por un generador de violencia individual; estamos, más bien, ante un crimen que es producto de la secular ausencia del Estado en las regiones indígenas y del más reciente fortalecimiento de redes criminales que permanecen intocadas. El crimen saca a relucir falencias de las instituciones de diversos niveles de gobierno.
A nivel estatal es claro que las instancias locales fueron incapaces de detener a un líder criminal regional que estaba plenamente identificado y que contaba ya con varias órdenes de aprehensión por las atrocidades que había cometido. Que este generador de violencia no haya sido llevado ante la justicia oportunamente es, sin duda, una de las causas del crimen que hoy se lamenta.
A nivel federal es claro que la política de seguridad no está dando en regiones como la sierra tarahumara los resultados esperados. La política que expresa la trillada y simplista frase de “abrazos no balazos” está significando que se empoderen las redes delictivas locales. Y no es, resulta indispensable subrayar, que se extrañen los criminales balazos sin ton ni son del calderonismo o la ineficacia peñanietista en seguridad; es sin duda un paso en la dirección correcta que desciendan las denuncias por abusos en el uso de la fuerza pública atribuibles a cuerpos federales, y así se ha reconocido. Pero es un hecho que la retracción del Estado está generando un vacío que no se está colmando con acciones decididas de investigación criminal y justicia para desarticular redes macrocriminales. Por eso debe revisarse la estrategia federal. No vamos bien y eso, como dijo en su muy difundida prédica el Padre Javier Ávila SJ, es “clamor popular”. Aspectos como la militarización sin contrapesos, la tolerancia frente a la incapacidad de las fiscalías —comenzando por la General de la República—, el olvido de las policías locales, la ausencia de diálogo plural y la fuga hacia delante que implica centrar el debate público en la sucesión de 2024, son sin duda parte del problema.
La conmoción que ha generado el crimen de Cerocahui hace sentir que aún late en la sociedad mexicana capacidad de indignación y de empatía; esta fuerza está llamada a ser propuesta de cambio porque es mucho lo que debe reconstruirse en nuestra lastimada nación. El propio Provincial de los Jesuitas en México, P. Luis Gerardo Moro Madrid SJ, con responsabilidad y fidelidad a la identidad de la orden, ha llamado a discernir en colectivo y con profundidad cómo contribuir a que los crímenes de Cerocahui sean fermento para la paz. La Compañía ha llamado también a evitar creer que la solución pasa sólo por capturar al autor del crimen, por militarizar la Tarahumara o por incrementar las transferencias directas de los programas sociales sin perspectiva comunitaria —es decir, sin promover que los pueblos indígenas sean sujetos de su propia historia—. El momento demanda audacia, hondura y diálogo.
Como lo han subrayado las voces de la Compañía en días pasados, frente a estos lamentables hechos, desde la fe consuela y alienta la certeza de que la muerte no tiene la última palabra. Esta esperanza, vale la pena subrayar, puede ser compartida también por todos los hombres y mujeres de buena voluntad que desde perspectivas no creyentes se han sentido también interpelados por estos crímenes. Como escribió desde una perspectiva no creyente Hannah Arendt: “incluso en los tiempos más oscuros tenemos el derecho de esperar cierta iluminación” y ésta más a menudo proviene la biografía de hombres y mujeres ejemplares que de las teorías y los pronunciamientos. Así, el testimonio de servicio de los jesuitas nos recuerda que en nuestro país hay quienes se siguen entregando a los demás sin esperar nada a cambio y la atención pública sobre lo ocurrido permite volver a poner en el centro el principal problema nacional para pensar estrategias novedosas.
En estos tiempos oscuros, en medio del innegable dolor que estos crímenes han generado, de Cerocahui puede también surgir una luz de esperanza que ayude a cambiar lo que en México no está bien.