Todo indica que en el caso de Ángel Yael el uso de armas de fuego obedeció a una lógica castrense de eliminar enemigos y no a una lógica civil de garantizar la seguridad ciudadana respetando derechos: sin que el uso de la fuerza resultara absolutamente necesario, se abrió fuego contra el vehículo no para inmovilizarlo, sino para privar de la vida a sus ocupantes.
La ejecución arbitraria de Ángel Yael Ignacio Rangel, de 19 años, y la afectación a la integridad personal de Edith Alejandra Carrillo, de 22 años, por elementos de la Guardia Nacional desplegados en Guanajuato, es una tragedia que muestra los riesgos de profundizar —como se ha venido haciendo— la militarización de la seguridad pública.
Publicado originalmente el día 3 de mayo de 2022, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».
Los propios hechos evidencian que el carácter civil con que se creó la Guardia Nacional se ha diluido, quedando en su lugar una fuerte impronta castrense, como lo denunciamos hace tiempo en nuestro Informe Poder Militar. Lo que hoy se sabe del marco fáctico del caso es que los elementos de la Guardia Nacional, mientras realizaban labores de patrullaje en un camino aledaño a Irapuato, abrieron fuego contra el vehículo en el que viajaban los estudiantes, cuando éste no hizo alto como pretendían los servidores públicos federales. Todo indica que, en el caso, el uso de armas de fuego obedeció a una lógica castrense de eliminar enemigos y no a una lógica civil de garantizar la seguridad ciudadana respetando derechos: sin que el uso de la fuerza resultara absolutamente necesario, se abrió fuego contra el vehículo no para inmovilizarlo, sino para privar de la vida a sus ocupantes. Al disparar como lo hicieron las autoridades debieron prever, por la capacitación que han recibido, los resultados de su acción, cuestión relevante para acreditar que en el caso no hay culpa sino dolo eventual. En todo caso, estamos ante el mismo patrón visto y documentado hasta el cansancio durante los años más álgidos de la llamada “Guerra contra el narcotráfico”.
Desde su creación, la Guardia Nacional no ha estado exenta de continuar con este patrón y, lamentablemente, los casos que en particular se han presentado los ha abordado con la misma perspectiva empleada por las Fuerzas Armadas a lo largo de estos años: con opacidad y con ausencia de controles.
En primer término, con opacidad: no se han hecho públicos los informes pormenorizados de uso de la fuerza, a los que obliga el artículo 32 de la Ley Nacional de Uso de la Fuerza. Aunque la Guardia mantiene en lo oscuro estos informes, por solicitudes de acceso a la información que el Centro Prodh ha presentado, se ha podido documentar que en el lapso del 27 de mayo de 2019 al 23 de abril de 2021, la Guardia Nacional ha privado de la vida a al menos a 94 personas. La corporación sostiene que cinco de ellas eran “civiles” y 89 “agresores”; esta distinción, sin embargo, es extremadamente problemática desde la perspectiva de derechos humanos -pues sugiere una autorización a priori para usar la fuerza contra quienes son identificados en terreno por la Guardia como “agresores”-. Sin análisis externos de los informes, es imposible creer a ciegas en la militarizada Guardia Nacional y presumir que en todos estos casos se trata de un uso de la fuerza que cumple con los requisitos que la ley citada exige en su artículo 4: absoluta necesidad, legalidad, prevención, proporcionalidad y rendición de cuentas.
En segundo término, la Guardia Nacional opera sin controles robustos: el permanente enaltecimiento de las Fuerzas Armadas por los actores políticos y su creciente protagonismo en la vida pública nacional, inhibe de facto los controles que deberían activarse con firmeza ante eventos como el de Irapuato. Los fiscales del Ministerio Público Federal evidencian tibieza y temor cuando deben investigar casos recientes de corrupción o violaciones a derechos humanos del Ejército, la Marina o la Guardia Nacional y sólo lo hacen cuando hay presión pública. La CNDH, por su parte, en la deriva de pérdida de autonomía en que se encuentra, reacciona con demora y con tibieza ante estos eventos; en el caso, la institución Ombudsman Nacional tardó tres días en anunciar que iniciaría un expediente de oficio y, más ampliamente, ha sido omisa en pronunciarse con claridad sobre los riesgos del proceso de militarización en curso.
A esto se añade, sin duda, que los controles propios de la Guardia Nacional están afectados de parcialidad: la Unidad de Asuntos Internos —cuya titularidad de acuerdo con la Ley de la corporación es un nombramiento que compete al Presidente de la República—, está en manos de exmilitares provenientes de una institución oscura y autoritaria como es la Policía Judicial Militar, y tienen además preocupantes antecedentes en materia de derechos humanos.
Por ello es fundamental exigir justicia. En el caso de Ángel Yael, según se ha informado, uno de los elementos de la Guardia Nacional habría sido vinculado a proceso -y otro no lo habría sido-; es indispensable, por ello, exigir que los hechos no queden impunes y mantener la vigilancia pública sobre el proceso.
También es ineludible vincular los eventos de Guanajuato y su contexto con la discusión sobre una eventual reforma constitucional adicional por la que se entregue enteramente la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional. Esta modificación implicaría un paso sin retorno hacia la militarización de la seguridad pública en México, con enormes riesgos para la democracia y los derechos humanos. Casos como el de Ángel muestran el tipo de riesgos que esta reforma entraña.
Lo ocurrido en Irapuato pone de relieve que la perspectiva militar no se ajusta adecuadamente a las exigencias de la seguridad ciudadana. No basta con que se diga que en el presente las Fuerzas Armadas y la Guardia Nacional tienen órdenes de respetar derechos humanos, pues casos como este evidencian que las inercias de uso desproporcionado de la fuerza letal siguen arraigadas en las instituciones castrenses y que hace falta algo más que retórica para que ello cambie. Máxime cuando la SCJN sigue sin priorizar la discusión sobre el nuevo marco jurídico que ha acompañado esta nueva fase de la militarización y cuando se han dejado de lado medidas relevantes, como el observatorio ordenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la sentencia que obtuvieron las valientes mujeres que sobrevivieron tortura sexual en Atenco, hace ya 16 años.
Si se sigue con el creciente protagonismo castrense sin fortalecer los controles civiles externos y si no se adoptan medidas de fondo para que haya justicia en los temas pendientes de violaciones a derechos humanos, dejando que las Fuerzas Armadas se queden legalmente con la Guardia Nacional sin reconocer su historial de violaciones a derechos humanos impunes, casos como el de Ángel continuarán. Por ello, es indispensable acompañar a las y los estudiantes e instituciones de educación superior de Guanajuato que con dignidad y sentido de justicia han salido a las calles a reivindicar la memoria de Ángel exigiendo justicia y seguridad.