Indagar estas prácticas de las hoy empoderadas Fuerzas Armadas contribuiría más a esclarecer el caso, que alentar indirecta y acaso involuntariamente las líneas falaces que por más de un lustro han impulsado los enemigos de la verdad en el caso Ayotzinapa.
Los eventos relacionados con las protestas de los estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa ocurridas la semana pasada, generan reflexiones en al menos tres niveles:
Publicado originalmente el día 10 de febrero de 2022, en el periódico La Jornada.
En primer lugar, desde una perspectiva basada en los derechos humanos, que presupone el indeclinable reconocimiento de la común dignidad humana, se impone rechazar el escalamiento de la protesta protagonizada por los normalistas. Arrojar irresponsablemente un vehículo automotor no tripulado contra los contingentes policiales, no es aceptable bajo ningún parámetro. Por mera fortuna la acción no concluyó en tragedia. Asentada sin ambages esta cuestión, es deseable también apuntar que se deben encontrar canales de diálogo político que moderen las tensiones que subyacen a este incremento de las protestas y que se revise la actuación policial en el evento, para verificar que se haya realizado conforme a los protocolos aceptados en un escenario de protesta social y evitar hacia adelante las consabidas provocaciones.
Esta es precisamente la segunda reflexión que se impone. Claramente, a nivel estatal no están abriéndose canales de diálogo para encausar la conflictividad social y humanizar los conflictos. Esto es especialmente grave en entidades gobernadas por el partido en el poder, como Guerrero, pues como ha resaltado atinadamente y con insistencia el Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, en esos entornos de alternancia la sociedad espera, no la soberbia de quien accede al poder y se olvida de las causas históricas, sino nuevos esquemas de diálogo con los sectores más desposeídos, que reconozcan en estos agencia y protagonismo y no sólo su pretendido carácter de sujetos pasivos de programas sociales.
En el debate público, sin embargo, se ha incorporado otro filón a la discusión que por su trascendencia se impone como tercer tema para la reflexión. Ha sido el Presidente de la República quien ha impuesto este giro, al afirmar que la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa está “infiltrada por la delincuencia organizada”.
No se ha presentado ante la opinión pública, ni en las mesas de diálogo con las familias de los estudiantes desaparecidos, información que sustente este aserto ni tampoco se ha explicado cómo el mismo se relacionaría con el escalamiento de la protesta al que ya se ha aludido; simplemente, como ha ocurrido en otras ocasiones y respecto de otros temas, desde la conferencia presidencial matutina se ha lanzado una afirmación y el debate ha tomado otra dirección.
Quienes por años han querido vincular la desaparición de los normalistas con una supuesta infiltración de la delincuencia organizada en la Normal, no han demorado en retomar las afirmaciones presidenciales para nutrir su posición y generar desinformación. Un alineamiento paradójico, por donde se vea, pues se trata de actores que siempre se han opuesto al esfuerzo de esclarecimiento del caso que ha impulsado esta administración.
Ante estas posiciones, hay que volver a las investigaciones que en su momento hizo el Grupo de Expertos Independientes para insistir en que con relación a los eventos del 26 de septiembre de 2014 jamás se ha podido establecer que haya existido algún tipo de vínculo entre los normalistas y la delincuencia organizada, ni hay pruebas de que alguna relación de esta índole explique la dinámica de lo sucedido, ni mucho menos hay elementos que permitan presumir que de esto se siga alguna línea que ayude a dilucidar el paradero de los estudiantes.
Por eso, es grave la afirmación proferida e inevitablemente remite a afirmaciones similares que en su momento escuchamos en el anterior sexenio.
Pero la irrupción de este tema permite, al menos, recordar una cuestión que sí es importante para el caso: si en verdad se pretende investigar algún tipo de infiltración subrepticia en las normales rurales, habría que comenzar por las esclarecer las prácticas del Ejército Mexicano, aún no reconocidas ni erradicadas, de introducir en escuelas como Ayotzinapa soldados con fachada de estudiantes para monitorear y reportar sus actividades. Indagar estas prácticas de las hoy empoderadas Fuerzas Armadas contribuiría más a esclarecer el caso, que alentar indirecta y acaso involuntariamente las líneas falaces que por más de un lustro han impulsado los enemigos de la verdad en el caso Ayotzinapa.