La perspectiva constitucional puede contribuir a entender mejor que la política exterior mexicana no puede ser complaciente con violaciones flagrantes a derechos humanos como las que ocurren hoy en Nicaragua.

La contradictoria posición de México frente a la deriva dictatorial de Daniel Ortega en Nicaragua puede analizarse a la luz de lo que hoy establece nuestra Constitución sobre derechos humanos y política exterior.

Como es sabido, el año pasado conmemoramos la primera década de la reforma constitucional por la que los derechos humanos entraron a la Constitución para ponerse al centro del marco legal mexicano.

Publicado originalmente el día 17 de enero de 2022, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».

En diversos espacios se hicieron balances sobre los avances y pendientes generados con la instrumentación de esa reforma en esta década. Los organismos civiles dedicados a la defensa de derechos humanos hicimos especial hincapié en la distancia que sigue separando a la letra de la Constitución de una realidad marcada por la crisis de violencia y violaciones a derechos humanos que desde hace casi tres lustros vivimos en México, marcada por una incidencia de homicidios y de desapariciones que no tiene parangón en el continente.

Uno de los cambios constitucionales que se materializó en 2011 y que ha recibido poca atención es el relacionado con la introducción del respeto de los derechos humanos como principio rector de la política exterior. Desde entonces, la Constitución en su artículo 89 refiere que el Titular del Ejecutivo deberá conducir la política exterior de acuerdo con “los siguientes principios normativos: la autodeterminación de los pueblos; la no intervención; la solución pacífica de controversias; la  proscripción de la amenaza o  el uso de la fuerza en las relaciones internacionales; la igualdad jurídica de los Estados; la cooperación internacional  para  el  desarrollo;  el respeto, la protección y promoción de los derechos humanos y la lucha por la paz y la seguridad internacionales”.

Es decir, a partir de 2011, el presidente de la República y la Secretaría de Relaciones Exteriores se encuentran obligados considerar “(…) el respeto, la protección y promoción de los derechos humanos” al conducir la política exterior. Es importante hacer notar que este principio normativo, por virtud de la reforma, no está supeditado al añejo principio de no intervención u otros sino que, por el contrario, de acuerdo con la Constitución tiene la misma entidad.

¿Qué significa esta incorporación y cuáles son sus consecuencias? Es claro que con la reforma se quiso dejar claro que la política exterior no es de libre configuración -no es cierto, en nuestro contexto constitucional, que cada gobierno pueda definir con absoluta libertad de configuración su política exterior-, sino que debe ajustarse a determinados principios normativos entre los que, desde 2011, se encuentra el respeto, la protección y promoción de los derechos humanos.

El entendimiento preciso de las implicaciones de esta reforma no ha sido interpretado aún por la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Pero la pregunta permanece vigente: ¿qué significa que el Estado mexicano deba conducir la política exterior considerando el respeto, la protección y la promoción de los derechos humanos? La cuestión viene a cuenta por la desafortunada actuación de México ante la crisis que vive Nicaragua; una crisis que desde el Centro Prodh seguimos con especial atención, no sólo por elemental solidaridad con las víctimas sino también porque como obra social de la Compañía de Jesús hemos observado con especial preocupación la persecución que el régimen encabezado por Daniel Ortega ha desatado en contra de jesuitas que han alzado la voz con valentía en defensa de los derechos humanos, junto con muchos y muchas defensoras, algunos de ellos criminalizados y privados de su libertad. En este sentido, la carta abierta publicada por el Centro Nicaragüense de Derechos Humanos, que encabeza una defensora reconocida en todo el continente como es Vilma Núñez, en la que piden a las naciones que acudieron a la toma de protesta escuchar a las víctimas, es elocuente sobre esa labor.

Como es sabido, México ha sido intermitente en sus posiciones frente a la crisis de Nicaragua. La reciente contradicción entre la Cancillería, que acertadamente había determinado no validar con su presencia una reelección ilegal e ilegítima acompañada de la represión de los opositores, y el presidente, que pertrechado en una visión añeja revirtió en una mañanera esa decisión inicial, da cuenta de ello.

En el balance sobre esa cuestión, la perspectiva constitucional puede contribuir a entender mejor que la política exterior mexicana no puede ser complaciente con violaciones flagrantes a derechos humanos como las que ocurren hoy en Nicaragua. Es deseable que, en el futuro, esto no se relativice.