El caso Cienfuegos evidencia que las redes macrocriminales permanecen intocadas y no contamos en México con instituciones capaces de indagar con independencia, seriedad, nuevas tecnologías y respeto a los derechos humanos los delitos que éstas cometen en absoluta impunidad.
En noviembre de 2020, ante el regreso a México de quien fuera titular de la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA), advertimos que el caso demandaba un procesamiento penal adecuado y transparente en México; lamentablemente, esto no está sucediendo.
El extitular de la SEDENA, desde luego, goza de la presunción de inocencia. Esa misma que en los operativos castrenses de la “Guerra contra el Narcotráfico” se la ha negado a tantos y tantas, como ocurrió con las víctimas civiles de Tlatlaya; esa misma que se negó a los estudiantes de Ayotzinapa, cuando incluso desde las propias Fuerzas Armadas se les criminalizó.
Publicado originalmente el día 18 de enero de 2021, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».
Dicho eso, cabe recordar que cosa distinta es presumir la autonomía y la solvencia de la Fiscalía General de la República (FGR), en un contexto de inédita militarización y de probada incapacidad del Ministerio Público para hacer que los castrenses rindan cuentas cuando violan derechos humanos o cuando cometen actos de corrupción.
Por eso, es relevante que se hayan publicado algunos documentos del caso, y es deseable que se prosiga por esta ruta, compatibilizando la transparencia con el cumplimiento de obligaciones internacionales, pues sólo la máxima transparencia posible puede disipar las fundadas dudas.
Lo que hasta ahora se ha hecho público evidencia desaseo. Del lado de la investigación estadounidense, los mensajes de telefonía celular que se entregaron a la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) y que ésta publicó el viernes, dejan más preguntas que certezas; es realmente difícil creer que esta sea la única evidencia reunida durante la investigación.
Del lado de la investigación mexicana, llama la atención la inusual rapidez de la determinación de la FGR. En dos meses concluyó una investigación que tomó varios años en los Estados Unidos, asignando valor preponderante al dicho del propio acusado, sin que hasta ahora sepamos a ciencia cierta cuántos actos de investigación adicionales se realizaron y cuál fue la profundidad de estos, porque el expediente que se ha dado a conocer se encuentra excesivamente testado por la propia Fiscalía.
Por si esto no bastara, del lado de la comunicación política se ha generado más confusión: el presidente de la República aludió al caso aseverando que hubo “fabricación de delitos”. La afirmación, al sugerir que dolosamente se habría confeccionado una acusación con pruebas falsas, es problemática: aunque la DEA realizó la investigación, ésta pasó por el análisis de un gran jurado y de un equipo de fiscales, además de que fue objeto de una revisión judicial preliminar que no encontró irregularidades.
Mucho se ha discutido y se seguirá discutiendo sobre el contenido de los mensajes, específicamente por cuanto hace a las menciones del extitular de la Defensa Nacional. La somera investigación que en 60 días realizó la FGR no permite dilucidar con seriedad todas las preguntas que surgen. Pero, además, la precipitada determinación parece indicar que tampoco se indagarán otras líneas de investigación que surgen de los mensajes, cuyo seguimiento no está atado a la situación jurídica del General. En los mensajes se alude a posibles actos ilícitos de un exsecretario de Gobernación, de un exgobernador de Sinaloa, un exgobernador del Estado de México, de procuradores, de comandantes de las policías ministeriales, de militares en activo y en retiro. Es un hecho indubitable que el grupo delictivo en cuestión tenía vínculos con actores estatales, incluido desde luego con el Ejército.
Estas menciones dan cuenta de la profundidad y extensión de los vínculos que tienen con el Estado las organizaciones delictivas en México. Hablamos de verdaderas redes macrocriminales, que permanecen a lo largo del tiempo y subsisten más allá de la suerte de sus liderazgos fungibles y de las alternancias sexenales. Éstas -sobre todo las dedicadas al trasiego trasnacional de drogas- no se benefician sólo por la protección de algunas cuantas policías municipales; la propia naturaleza de sus actividades supone la connivencia de fuerzas de seguridad estatales y federales –incluyendo desde luego al Ejército y a la Marina, que no han sido ni son incorruptibles-, así como la protección de actores políticos. Como muestra el opaco y lamentable desenlace del caso del General, estas redes permanecen intocadas y no contamos en México con instituciones capaces de indagar con independencia, seriedad, nuevas tecnologías y respeto a los derechos humanos los delitos que éstas cometen en absoluta impunidad. Esa es una de las tragedias que este caso evidencia.
En estas circunstancias, inevitablemente este episodio viene a apuntalar la preeminencia castrense que, de forma inesperada, se ha consolidado en esta administración. Como hemos dicho reiteradamente, esta inercia de décadas se ha profundizado en el presente: no se llama a cuentas a las Fuerzas Armadas por la Guerra Sucia; se prodiga impunidad a los crímenes castrenses de la Guerra contra las Drogas en casos como Tlatlaya; se permite que los militares dosifiquen la información respecto del esclarecimiento de Ayotzinapa; no se imponen controles externos a la Guardia Nacional; no se investiga en las vías civiles la corrupción en obras que se han encargado a los militares; y, además, las Fuerzas Armadas participan hoy en incontables ámbitos de la vida pública.
Sin duda, en el caso quedan más dudas que certezas; pero si una claridad emerge, es desde luego que el contexto de militarización explica buena parte de la forma y del fondo de la expedita exoneración del General.