La tortura sexual contra mujeres detenidas en México es una práctica recurrente, documentada por las más altas instancias mundiales de derechos humanos y organizaciones nacionales e internacionales, que han señalado que esta violación a los derechos humanos se comete por todas las fuerzas de seguridad del Estado, especialmente cuando las mujeres están bajo custodia o detención.
Quienes dieron uno de los primeros pasos para visibilizar este fenómeno fueron las once mujeres sobrevivientes de tortura sexual en la represión de Atenco de mayo de 2006. Estas valientes mujeres han logrado poner en el banquillo de los acusados al Estado mexicano en el juicio que hoy se instruye la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH). Sin su incansable búsqueda de verdad, justicia y reparación –que dio lugar a la campaña Rompiendo el Silencio: Todas juntas contra la tortura sexual, para solidarizarse con otras sobrevivientes– más mujeres torturadas seguirían en prisión, acusadas injustamente.
Han transcurrido más de once años desde los hechos; las mujeres no han dejado de alzar la voz y han mostrado que los ataques que denunciaron –aunque fueron tachadas de mentirosas por las autoridades– no solamente fueron ciertos, sino que evidencian un patrón común: detención ilegal-tortura (agravada por la condición de género)-fabricación de pruebas-condena-impunidad para los perpetradores.
La búsqueda de justicia de las once sobrevivientes es emblemática: por un lado, muestra un patrón de violación a los derechos humanos –que se utilizó entonces en represiones políticas y que hoy se ha trasladado al contexto de la Guerra contra el narcotráfico–; y por el otro, demuestra la falta de voluntad y capacidad de las autoridades para hacer justicia.
El juzgamiento del caso ante la Corte IDH, cuyas resoluciones son de acatamiento obligatorio para el Estado mexicano, constituye una oportunidad para derribar dos de los pilares que sostienen la grave crisis de derechos humanos que azota a gran parte del país: la tortura y la impunidad.