AUTOR: Martha Anaya
FUENTE: 24 Horas
FECHA: 22 de febrero de 2017
El Auditorio del Museo Nacional de Antropología hervía. Se hallaba atiborrado de defensores de derechos humanos, activistas y familiares de las tres mujeres hñahñú que fueron malamente acusadas -hace 11 años- de «secuestrar» a seis agentes «rudos y fuertotes» de la AFI.
Era la hora de «la Disculpa». Una Disculpa que habría de ofrecer el mismísimo procurador general de la República, Raúl Cervantes, a las tres indígenas.
Los gritos se alzaban: «¡Justicia! ¡Libertad a los presos políticos! ¡Vivan las mujeres valientes!», se escuchaba aquí y allá.
Jacinta Francisco, Alberta Alcántara y Teresa González escuchaban. Su actitud no era de triunfalismo ni mucho menos de sumisión.
Había llanto en su voz, sí, al recordar lo ocurrido y narrar su desventura y toda aquella maldad a la que se enfrentaron y el sufrimiento que padecieron; pero en ellas había, ante todo, dignidad.
Once años después de los sucesos que las pusieron tras las rejas -y de un largo batallar jurídico para lograr su liberación y, finalmente, el reconocimiento de su inocencia-, Jacinta, Alberta y Teresa acudieron a recibir la disculpa de la PGR con una exigencia: «El cese a la represión».
Traían un doloroso reclamo: a la Comisión Nacional de Derechos Humanos que no quiso hacer nada por ellas: «¡Pónganse a trabajar! No sólo den recomendaciones…».
Se llevaban, dijeron, una lección: «Hoy sabemos que no es necesario cometer un delito para estar en la cárcel».
Manifestaron un deseo: «Ojalá que otras personas tengan justicia… Ojalá les pidan disculpas a todos».
¿Contentas porque lograron demostrar su inocencia?
«Estaría contenta el día que nos respeten como indígenas», diría Jacinta.
** «Esta vez, nos chingamos al Estado».- El ambiente se había ido calentando poco a poco. A medida que la ceremonia avanzaba, los gritos se alzaban en el auditorio con mayor fuerza.
¡Justicia!, exigían. Pero esa exigencia de justicia se extendía a los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, a los muertos de Ostula, a los sucesos de Tlatlaya, a tantos y tantos que hoy están injustamente tras las rejas.
Estela, hija de Jacinta, conmovería hasta lo más profundo. Un discurso intenso -de denuncia y retador- sería el suyo. Palabras que en un momento dado golpearían en seco el rostro del procurador: «¡Esta vez nos chingamos al Estado!».
Un fuerte aplauso y un enorme coro se alzarían entonces: «¡Libertad, libertad a los presos por luchar!».
Olga Sánchez Cordero, Luis Raúl González Pérez, Renato Sales Heredia, Roberto Campa, Manlio Fabio Beltrones, José Calzada Rovirosa y Ricardo Rocha atestiguaban aquellos momentos. Unos -la mayoría-, con alegría, pues fueron copartícipes de la lucha por llevar justicia a aquellas mujeres: otros, simplemente porque les correspondía estar.
El discurso de Estela -expresado tanto en hñahñú como en español- concluiría así: «Quedamos de ustedes, hasta que la dignidad se haga costumbre».
El puño izquierdo en alto acompañaría los gritos en demanda de justicia.
** Gemas. Obsequio de Jacinta, Alberta y Teresa: «A quienes nos preguntan por la reparación económica, les decimos que no se preocupen: nacimos sin dinero y nos iremos sin él».