Hemos elegido el aniversario de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas para la presentación de un recurso significativo en el camino hacia el reconocimiento pleno de estos derechos: la reparación del daño para una mujer, Jacinta Francisco Marcial, del pueblo hñahñú, cuyos derechos fueron vulnerados por un Estado que se ha negado a asumir toda responsabilidad.
La violación de sus derechos, perpetrada por diversas autoridades, de los poderes ejecutivo y judicial, fue ampliamente conocida, tanto que la sociedad elevó su voz para solicitar que el Estado corrigiera su modo de actuar. Su liberación se logró mediante la participación amplia de de diversos sectores y mediante el empleo de las herramientas jurídicas adecuadas. Sin embargo haber dejado la cárcel no es sinónimo de acceso pleno a la justicia, es solamente uno de los pasos iniciales.
Lo que siguió a la liberación y las condiciones en que hoy se encuentran personas que pertenecen a los pueblos indígenas de México ante el sistema de justicia nos revela una realidad que contrasta con los derechos proclamados en esta Declaración. Este folleto intenta sumarse a la exigencia de justicia que viene desde los mismos pueblos. Respecto de la relación con las instituciones jurídicas indígenas, la Declaración estipula:
Artículo 5: Los pueblos indígenas tienen derecho a conservar y reforzar sus propias instituciones políticas, jurídicas, económicas, sociales y culturales, manteniendo a la vez su derecho a participar plenamente, si lo desean, en la vida política, económica, social y cultural del Estado.
Artículo 13. Los pueblos indígenas tienen derecho a revitalizar, utilizar, fomentar y transmitir a las generaciones futuras sus historias, idiomas, tradiciones orales, filosofías, sistemas de escritura y literaturas […]
Los Estados adoptarán medidas eficaces para garantizar la protección de ese derecho y también para asegurar que los pueblos indígenas puedan entender y hacerse entender en las actuaciones políticas, jurídicas y administrativas, proporcionando para ello, cuando sea necesario, servicios de interpretación u otros medios adecuados.
En marzo de 2006, de manera arbitraria seis agentes federales de investigación llegaron a la comunidad indígena Santiago Mexquititlán, en Querétaro, con la intención de decomisar la mercancía vendida en el tianguis dominical. Dijeron que se trataba de un operativo contra la piratería, otras veces dijeron que respondían a una denuncia anónima por la venta de drogas. La elección del lugar, un pueblo cuyos habitantes son, la mayoría, de origen hñahñú, responde a un patrón de abusos contra los indígenas en México: se les discrimina, se pretende sacar ventaja en la relación con ellos, es decir, se perpetúa la dominación y la exclusión cuyos orígenes se remontan a la conquista y la colonia.
Pero no se trata de actitudes aisladas, de hechos realizados por un grupo de seis agentes. Hay condiciones que hacen posible la violación de los derechos humanos de los indígenas en México, específicamente, en este caso, dentro del sistema jurídico. Muchas de ellas se manifestaron con toda claridad en el proceso penal seguido contra Jacinta Francisco Marcial.
Los agentes que llegaron a Santiago encontraron que no sería fácil realizar su objetivo, los comerciantes resistieron y al hacerlo ejercieron a plenitud sus derechos: solicitaron a los agentes que presentaran la orden que avalara su proceder y que respondieran por los daños ocasionados. A esta exigencia correspondió un proceso de negociación que culminó con la entrega de una cantidad para resarcir el daño ocasionado. Pero, con muchos recursos de su lado, los agentes, el ministerio público y el juez que luego avaló las pruebas de la inverosímil historia con que se pretendió justificar la acción penal contra mujeres de Santiago Mexquititlán, en represalia por la oposición exitosa se armó un proceso jurídico que culminó con la condena a 20 años de Jacinta Francisco Marcial. De ello también es responsable el magistrado que resolvió el amparo y, pese a encontrar contradicciones sustanciales, no fue capaz de respetar los principios básicos que legitiman la actuación de las instituciones judiciales.
En ninguno de los momentos de este proceso encontramos presentes los elementos reconocidos por la declaración en los artículos 5 y 13. Los habitantes de Santiago Mexquititlán, como muchos otros pueblos indígenas, han sido violentados en su derecho a poseer y fomentar sus propias instituciones, incluidas las jurídicas. Aunque también avanza, lo constatamos así en el folleto, el fortalecimiento de las prácticas tradicionales que incluyen la administración de justicia en algunas regiones de México. Los procesos económicos, que responden a decisiones cuya transparencia es dudosa, han contribuido a diluir el tejido social en algunas regiones, lo que ha implicado el desgaste de las mismas instituciones indígenas. De esta manera se hace necesaria una mayor actuación ante instituciones políticas, jurídicas y administrativas cuya lógica no corresponde a la propia de cada uno de los pueblos indígenas. Esta falta de reconocimiento de la diversidad cultural existente en el país es ya una condición que desde la raíz mina el respeto a los derechos humanos y es la misma que luego se suma y hace más grave la existencia de irregularidades dentro de los distintos procesos, en este caso, dentro del proceso penal.
A propósito del sistema de procuración y administración de justicia, desde el Centro Prodh hemos mantenido constante la denuncia de elementos violatorios de derechos humanos. Por recurrir a declaraciones recientes enunciaré algunas de nuestras críticas a la reforma penal promulgada en 2008, que plantea algunos avances en relación con el sistema penal que venía del régimen autoritario, pero incluye también aspectos regresivos: el arraigo que no deja de ser una especie de detención arbitraria, la prisión preventiva automática para ciertos delitos y la existencia en la práctica de dos modelos penales empleados a discreción, es decir, uno con todas las garantías para los amigos y otro, carente de ellas, para quienes previamente son considerados enemigos, entre quienes están, como siempre ha sucedido, los pobres, incluidos los pueblos indígenas y los colectivos que luchan por la exigencia de sus derechos.
Estos elementos y los rasgos que conservamos de un sistema inquisitorio han estado presentes en el caso que hoy nos ocupa. De entrada hay una violación grave, origen de todas las demás, la falta de respeto a la presunción de inocencia. Todas las autoridades implicadas en el caso, acostumbradas a actuar dentro de esquemas autoritarios, dieron por hecho que no estaban obligadas a sustentar sus acusaciones, a construir una historia congruente, a presentar pruebas sólidas. Supusieron y exigieron, en cambio, que Jacinta debía probar su inocencia. Este hecho complicó más el proceso y lo alargó de manera absurda.
Aun con la necesidad de probar la inocencia de Jacinta, la defensa tuvo que sobreponerse a diversos obstáculos, como el hecho de que no se permitiera declarar a testigos de descargo. Por lo contrario, la Procuraduría General de la República contó en todo momento con la facilidad de presentar pruebas absurdas, en el extremo la fotografía descontextualizada de los hechos publicada en un diario, declaraciones contradictorias, testimonios falsos o de oídas, sin que ni el juez ni el magistrado que vieron el caso se atrevieran a revertir esta clara injusticia.
Como resultado de todo esto se fabricó un delito de manera dolosa, pues la acusación se enfocó a señalar a Jacinta, y la estigmatizó, como secuestradora, en circunstancias que hacen aun más grave tal aseveración: en medio de la demanda ciudadana de mayor seguridad frente a conductas merecedoras de amplio repudio, como el secuestro.
Además de esto, y en contradicción evidente con lo que indica el artículo 13 de la Declaración, jamás se proporcionó a Jacinta un intérprete ni los medios adecuados para enfrentar en igualdad de circunstancias su proceso. Peritajes de expertos confirmaron que el español empleado por Jacinta en el momento de su detención era de aproximadamente 20%, con lo que es obvio que no era suficiente para defenderse ante acusaciones provenientes de un sistema caracterizado por el empleo de un lenguaje técnico que tiende a dificultar aun más la defensa. No sólo el idioma, también los marcos de referencia necesitaban este ejercicio de traducción que el Estado estaba obligado a proporcionar. Pero no tuvo ningún traductor ni la defensa de oficio fue realizada adecuadamente.
El sistema de justicia, con fallas evidentes, tiene por lo tanto todas las condiciones que hacen posible su uso como instrumento del Estado para garantizar su propia seguridad. Y este empleo se hace más grave en la medida en que se le emplea contra quienes han sido tradicionalmente marginados: los colectivos cuya exigencia resulta molesta para el Estado, los opositores, los pueblos indígenas cuya cosmovisión no resulta conveniente para el poder. Así Jacinta fue vulnerada en su dignidad por un sistema que aprovechó y profundizó una triple discriminación previamente existente: su condición de mujer, su pertenencia a un pueblo indígena y su condición socioeconómica.
Los tres años en la cárcel implicaron un daño cuyos aspectos son diversos: moral, económico, familiar, comunitario. Estuvo lejos de su familia, dejó de percibir los ingresos derivados de su actividad, se alejó de la comunidad donde siempre ha participado activamente y se le presentó como secuestradora. Estos elementos están en el fondo de esta decisión que ahora nos lleva, a ella y al Centro Prodh, a impugnar los actos administrativos que la dañaron:
- La irregular integración de la averiguación previa por parte del Ministerio Público Federal, que conllevaron a la errónea validación de todos sus elementos por el juez de la causa, sin que Jacinta estuviera presente, ni se enterara.
- La negativa pública de la Procuraduría General de la República, pese a sus evidentes contradicciones y la carencia de pruebas, de reconocer la inocencia de Jacinta una vez que fuera liberada. Recordemos que la Procuraduría presentó conclusiones de no acusación, pero, contra toda lógica, afirmó que Jacinta no era inocente aunque la misma instancia no era capaz de probar su responsabilidad penal.
Al presentar esta demanda por reparación del daño tenemos la intención de que hechos similares no se repitan, es decir, que se vaya abriendo paso a la justicia en México para que ocupe su lugar entre nosotros, sobre todo entre los pueblos indígenas.
Hay un componente económico, la indemnización. Pero la exigencia de reparación va más allá: se funda en la dignidad de Jacinta, cuya valentía y cuya dignidad nos han conducido hasta este momento. A ella le asisten la razón y el derecho.
México no puede omitir que está obligado a proteger y garantizar los derechos humanos de las personas bajo su jurisdicción. Mucho menos los derechos de colectivos que durante mucho tiempo han resistido para no dejarse avasallar por dinámicas de exclusión, marginación y despojo.
México no se puede jactar de ser democrático si no se garantizan medidas eficientes de reparación del daño. Si las autoridades no han cumplido ha cabalidad sus funciones y han vulnerado la dignidad de personas y colectivos, el Estado está obligado a reparar el daño a las víctimas.
Con Jacinta, cuya larga lucha nos anima, queremos dejar claro que no estamos dispuestos a permitir que actos como estos se repitan. Queremos dejar claro que la dignidad de las mujeres indígenas y pobres debe sobreponerse al carácter autoritario de las instituciones que deben velar por la seguridad y la justicia en el país.
Exigimos que el estado materialice el respeto a las reglas de debido proceso, especialmente para los pueblos indígenas, que no castigue expresiones de descontento y que se reconozca a las instituciones jurídicas, políticas y administrativas de estos pueblos, así como que se hagan efectivos los mecanismos que lleven al intercambio en igualdad de circunstancias. Son derechos consagrados en la Declaración. Y mediante este manual esperamos contribuir de algún modo al empleo de estos como instrumentos de lucha para garantizar una vida digna para todos los pueblos de México.