Introducción

Luis Arriaga Valenzuela, S.J.

La impunidad es, en el México actual, un lastre histórico. Este recuento de la impunidad, presentado por el Centro Prodh, recupera la memoria frente a tanta indolencia y se convierte en exigencia para que el Estado mexicano atienda la deuda que tiene con la sociedad. No hay señales alentadoras al respecto. En los últimos años, tras la existencia efímera de una posibilidad de cambio de rumbo, el gobierno ha mostrado incapacidad para revertir la impunidad. La corrupción, la primacía de los intereses particulares sobre el bienestar colectivo, las complicidades y la instrumentalización de las instituciones en beneficio de facciones privilegiadas hacen ostentación de ella.

En este contexto, el presente informe quiere llamar la atención sobre aquello que debe ser transformado. No es un lamento infundado y fatalista sobre la impunidad. Nuestros aportes intentan recuperar el trabajo, con aciertos, fracasos y logros, de una organización civil dedicada a la defensa y promoción de derechos humanos que apuesta por revertir la situación actual. Hoy día, en este país, poderosos intereses —gubernamentales y empresariales (lícitos e ilícitos) — laceran la dignidad de las personas y rompen la armonía comunitaria. Transformar esta situación para que vivamos en una sociedad justa y buena, donde sea posible vivir con dignidad, es lo que alienta el trabajo del que aquí se da cuenta.

El sistema de procuración y administración de justicia, lo hemos dicho tantas veces, muestra y profundiza las asimetrías de la sociedad mexicana. En este sistema son discriminados, marginados, los pobres, las mujeres y los indígenas, tratados con los criterios de una sociedad clasista y excluyente. A través de casos reales, presentados como emblemáticos, hemos evidenciado las falencias estructurales. Los años y los casos han pasado pero los cambios no llegan. En 2009 muchos actores sociales se involucraron en la defensa de Jacinta Francisco Marcial, asumida integralmente por el Prodh. Su liberación fue un logro celebrado con entusiasmo, pero el sistema de justicia no ha cambiado: la Procuraduría General de la República se negó, yendo contra un principio elemental, a reconocer la inocencia de Jacinta; permanecen también en la cárcel, por los mismos hechos que dieron origen a una acusación falsa por un delito inexistente, Alberta Alcántara y Teresa González.

El mismo sistema que opta por acusar y castigar a los pobres es al mismo tiempo incapaz de hacer posible el acceso a la justicia para quienes son víctimas de los abusos de la autoridad. No ha enjuiciado a los responsables de violaciones a derechos humanos en Atenco, Oaxaca, Lázaro Cárdenas y Guadalajara durante intervenciones policiales realizadas con uso excesivo de la fuerza en el sexenio anterior. Tampoco ha sido eficiente para sancionar al crimen organizado. La violencia que asuela regiones enteras del país ha constituido la coartada perfecta para ocultar la propia inutilidad: funcionarios de todos los rangos, e incluso sectores de la sociedad civil, hacen gala de su incapacidad justificando toda agresión con el argumento de que se trata de culpables, delincuentes o personas que tienen merecido lo que les pasa.

Resulta entonces comprensible que el ejecutivo haya optado por una solución simplista para contener al crimen: emplear al ejército para luchar en las calles contra los traficantes de drogas. Con esta injerencia militar en el ámbito estrictamente civil de la seguridad pública se ha dado paso a nuevos problemas. La falta de controles civiles sobre las fuerzas armadas, entre las cuales debe destacarse la inconstitucional extensión del fuero militar a delitos que no son propios de la disciplina militar, y la presencia cada vez mayor de militares en las calles, se ha traducido en impunidad. Esta impunidad solapa los abusos crecientes cometidos por las fuerzas castrenses contra la población civil, al no permitir que  tribunales independientes e imparciales intervengan, como lo exige el derecho internacional de los derechos humanos.

Grave es también la incapacidad gubernamental de poner alto a la voracidad de corporaciones y caciques que causan afectaciones severas a individuos y comunidades. La explotación de los bosques continúa siendo preocupante. La contaminación del agua y del aire debida a la actividad de empresas mineras, obsesionadas por la ganancia fácil obtenida al trasladar costos a la naturaleza y a las comunidades afectadas, se repite en diversas regiones, tanto como la actividad de quienes obtienen ganancias con la operación de basureros que violan todas las regulaciones existentes. Personas que dedican su vida a trabajar para poseer bienes que aseguren una vida digna son despojadas de su esfuerzo por las empresas constructoras que, al amparo gubernamental, prestan malos servicios y defraudan a los compradores de vivienda.

Incapacidad de un gobierno que reduce su visión al logro de objetivos económicos, pero no los de la economía real, sino los números grandes y la atracción de inversiones para conjurar los temores provocados por una crisis financiera cuyos efectos no son nuevos, sino permanentes, para los pobres. Incapacidad gubernamental atada a una visión excluyente: la del crecimiento económico, que pretende olvidar a los pueblos indígenas y despreciar sus formas de vida, sus opciones ante la tierra y el agua, sus sistemas jurídicos.

No extraña por ello que en México se haga de la política social cuestión de filantropía y no de derechos. Repite el gobierno lo que expresa el refranero: “El señor don Juan de Robles, con bondades sin igual ha donado un hospital, pero antes hizo a los pobres”. El México actual no puede hacerse bueno por las dádivas, sólo puede ser un espacio democrático y justo si se asume a cabalidad el compromiso con los derechos humanos, sobre todo de los  sectores empobrecidos.

Pero la impunidad y la falta de compromiso no pueden persistir. Muy lentamente se les va minando. En agosto de 2009 la Suprema Corte de Justicia de la Nación dejó ir una oportunidad histórica: decidió no entrar al fondo del asunto de una solicitud para que se pronunciara en torno a la inconstitucionalidad del artículo 57 del Código de Justicia Militar, empleado por el ejército para atraer las investigaciones y el juicio en casos de violaciones a derechos humanos de civiles. Pero el debate fue amplio, incluso al interior de la Suprema Corte. La votación fue muy dividida y pudimos escuchar las voces de ministros que se mostraron favorables a los argumentos que acotan el fuero militar. En un mediano plazo el gobierno federal tendrá que ceder y el ejército deberá asumir las reglas de una sociedad que, desde diversos frentes, construye la democracia.

Animado por el mismo impulso que alienta los esfuerzos de personas, colectivos, movimientos y organizaciones, el Centro Prodh reitera su compromiso con las personas que sufren merma en su dignidad. Quiere colaborar con ellas  desde las orientaciones de la Compañía de Jesús. Fortalece nuestra esperanza el trabajo realizado por defensoras y defensores de derechos humanos pese a los obstáculos a su quehacer comprometido.

A partir de casos concretos de violaciones a derechos humanos el Centro Prodh apuesta por generar cambios estructurales. A lograrlo se orienta el conjunto de la actividad realizada: el fortalecimiento de actores, la vinculación con proyectos y movimientos de base, la defensa integral y profesional de casos, el monitoreo y difusión de violaciones a derechos humanos, la denuncia ante instancias internacionales.

Fundamos nuestra fortaleza, sin embargo, no en una doctrina ni en el análisis —aunque los tenemos— sino en el compromiso ético que surge de la indignación que brota cuando nos dejamos cuestionar por la mirada y el dolor de quienes son vulnerados en su dignidad. Apostamos a sostener esta indignación en el largo plazo. Nos arriesgamos porque tenemos esperanza y contamos con el firme compromiso de quienes colaboran en el Centro Prodh y la impronta jesuita por construir un mundo en el que habite la justicia.