Entre otros aspectos, el informe analiza la insuficiencia de los controles diseñados para vigilar el buen funcionamiento de la naciente institución; estos son especialmente relevantes pues a mayor poder de la Guardia Nacional y mayor presencia castrense en la misma, más supervisión civil debería activarse.
El predominio casi total en la Guardia Nacional de mandos de procedencia militar es preocupante, pues la corporación se concibió como una fuerza civil; que algunos de estos mandos tengan antecedentes de violación a derechos humanos y que dominen las instancias que están llamadas a fungir como controles internos, es aún más grave: abre la puerta a que en la naciente corporación predomine la opacidad y la permisividad ante abusos inaceptables.
En un país donde la tortura es una práctica generalizada —y no erradicada hasta hoy, pese a que el discurso oficial afirme lo contrario—, acabar con las violaciones a derechos humanos exige acciones contundentes. Es sin duda un paso relevante que personajes que ocuparon altos cargos en la extinta Policía Federal o en la Agencia de Investigación Criminal sean hoy acusados y procesados por actos de tortura que permanecieron impunes por años; pero la posibilidad de que estos procesos sean ejemplares e inhiban verdaderamente la recurrencia de esta práctica, se diluye si, en un contexto de inédito empoderamiento castrense, militares presuntamente implicados en abusos no sólo no son llamados a cuentas sino que se reciclan en las nuevas instituciones. Que se prodigue un trato diferenciado a los funcionarios de extracción castrense, en este renglón, es preocupante.