Han comenzado en el Congreso las audiencias sobre la Guardia Nacional (GN). Empero, la decisión política parece tomada, en un proceso semejante al de la Ley de Seguridad Interior. No debatir en serio el modelo de seguridad es lamentable; también lo es perseverar en un esquema ineficaz. Y es que la creación de la GN reproduce una política de seguridad fallida, manteniendo como principal pilar el despliegue territorial militar, diluyendo la distinción entre seguridad pública y nacional.
El Dictamen que se discute despierta preocupaciones. Se trata de una reforma constitucional que modifica trece artículos e incluye cinco transitorios, entre otras cosas para: ampliar el fuero militar, que se extenderá a todo integrante de la GN -no sólo a soldados y marinos- (art. 13); habilitar a la GN para que actúe como policía investigadora del delito (art. 21); diseñar una cadena de mando compartida entre la Secretaría de la Defensa y la de Seguridad, supeditando los civiles a los castrenses (art. 21); sustituir los contrapesos legislativos preexistentes por otros que son débiles (arts. 73, 76 y 6° trans.); e incorporar de forma desdibujada una cuestión fundamental: el fortalecimiento a las policías estatales y municipales (art. 7° trans.). Frente a estas deficiencias, aspectos benéficos -como anunciar una Ley de Uso Legítimo de la Fuerza y una Ley General del Registro de Detenciones- pierden relevancia.
Reconociendo los aspectos encomiables del Plan Nacional de Paz y Seguridad del nuevo gobierno, es imposible dejar de advertir que la GN no avanza en la desmilitarización de la seguridad. Afirmar que por mandato de ley el Ejército y la Marina actuarán como policías y respetarán los derechos humanos; o que esta reforma abre el camino para su regreso a los cuarteles, es engañoso. También lo es sostener que las Fuerzas Armadas son ajenas a la descomposición de los últimos años.
Las Fuerzas Armadas no pueden regresar a sus funciones constitucionales súbitamente, sin policías confiables y sin investigaciones criminales serias. Tres medidas simultáneas urgen: retirar paulatinamente a los castrenses de las tareas de seguridad, fortalecer progresivamente a las policías civiles y construir fiscalías autónomas y eficientes.
Pero la reforma propuesta no avanza en este sentido. Peor aún: la GN ignora un parámetro hoy ineludible. En el caso Alvarado, la militarización fue sometida a juicio en la Corte Interamericana. En su sentencia, publicada recientemente, el Tribunal determinó que las Fuerzas Armadas sólo pueden intervenir «excepcionalmente» en seguridad pública, de forma extraordinaria (temporal y restringida), subordinada a los civiles, regulada y fiscalizada. El mismo Tribunal enfatizó en la sentencia del caso Atenco, emitida también hace poco, que la fiscalización sobre las fuerzas de seguridad debe incluir mecanismos externos de control. Argumentos similares se pronunciaron en la Suprema Corte, cuando se determinó la inconstitucionalidad de la Ley de Seguridad Interior. El Congreso no puede ignorar la incompatibilidad entre la GN y estos precedentes.
La definición en ciernes es demasiado importante como para dejar que el debate naufrague en la polarización que hoy caracteriza a la conversación pública. No se trata de estar a favor o en contra de la nueva administración, sino de reconocer con seriedad la complejidad de la violencia que azota al país y, con evidencia empírica, buscar soluciones de largo aliento.