El reciente informe del INEGI sobre el número de homicidios cometidos entre 2016 y 2017 no solo es escalofriante sino es, también, el vivo retrato del más grande fracaso del Estado mexicano.
Las estadísticas muestran que en 2017 se registraron más de 31 mil homicidios, casi un 27 por ciento más que en 2016. Por su parte el Sistema Nacional de Seguridad Pública reveló que el incremento en el índice de violencia en el primer semestre de 2018 fue de 15%. Todo apunta, pues, a que este año también terminará peor que el anterior.
El cierre del gobierno de Peña Nieto superará los peores momentos del de Felipe Calderón y eso ya es demasiado. Se revela una relación de 25 homicidios por cada 100 mil habitantes, uno de los índices más altos del mundo.
Para el gobierno saliente, la ola de violencia se explica como el resultado de reacomodos, alianzas y rupturas entre unas 15 organizaciones criminales que se disputan mercados, plazas y control de actividades delictivas en territorio mexicano.
Para el gobierno que viene, el fenómeno se explica por la conjunción de tres elementos principales: ineptitud, colusión y falta de organización.
Hasta el momento la ecuación mexicana ha resultado funesta: entre más dinero público nos gastamos en seguridad y combate al crimen organizado, peores resultados tenemos. La correlación entre recursos públicos destinados y resultados como los que se revelaron esta semana por el INEGI no puede más que llevarnos a la conclusión de que es urgente romper el esquema que ha prevalecido hasta ahora.
La enorme cuota de sangre y muertos que México ha puesto obliga a abrir las ventanas, oxigenar el debate y lograr el entendimiento de dónde estamos parados. Romper paradigmas para salir del infierno.