La atención de la opinión pública se volcó en días recientes hacia la abrupta remoción del titular de la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (Fepade). De entre las muchas aristas, a partir de las cuales se puede analizar este suceso, una muy relevante estriba en contrastarlo con el largo proceso de búsqueda de verdad y justicia que hasta el día de hoy impulsan de modo ejemplar las familias de los jóvenes normalistas de Ayotzinapa.
Por un lado, al fiscal electoral se le cesó de forma fulminante, aduciendo la violación del Código de Conducta de la Procuraduría General de la República, a partir de ciertas declaraciones que efectuó a la prensa. Por el contrario, ese Código de Conducta ha brillado por su ausencia en Ayotzinapa a lo largo de todo este tiempo. Nunca se esgrimió para sancionar a los funcionarios de la institución que a su arbitrio, y como verdadera política de comunicación social, filtraron actuaciones de la indagatoria, con la abierta intención de criminalizar a los normalistas al comienzo de la investigación. Y tampoco se aplicó para sancionar a los funcionarios, hoy impunes, que usaron la tortura como método de investigación en el caso.
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