Las marchas en México despiertan sensaciones ambiguas. Aunque la Constitución protege la manifestación de las ideas, flota siempre el estigma usado con tino para descalificarlas.
Si los maestros marchan es porque son flojos y revoltosos. Si lo hacen los indígenas, entonces se trata de salvajes incivilizados y peligrosos. Si son estudiantes, seguro que detrás de ellos hay una mente perversa lucrando con su ingenuidad.
Si manifestarse conduce a la violencia, lo mejor es dejar de hacerlo. La moraleja funciona porque nadie quiere ser juzgado como el fanático que perdió la vida por defender en la calle sus ideas.
No importa que se trate del movimiento #YoSoy132, la manifestación en contra de la toma de posesión de Enrique Peña Nieto, el movimiento magisterial, el rechazo indígena a la política represiva del gobernador poblano, el repudio a la desaparición de los 43 normalistas o las protestas yaquis en Sonora – en todos los casos la expresión de las ideas ha terminado mal y los participantes han sido víctimas del ramalazo que produce el descrédito social.
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