Ayer México se exhibió ante el mundo, parafraseando a la escritora Sara Sefchovich, como un país de mentiras. De falsedades muy grandes y de gente muy cínica. El caso de investigación judicial más importante, desde el asesinato de Luis Donaldo Colosio, se quiso resolver como se hace con la inmensa mayoría de los expedientes penales: a partir del engaño.
El Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales (GIEI), en voz del médico español Carlos Martín Beristain, sentenció: el crimen cometido en contra de los normalistas responde a una agresión masiva, indiscriminada, arbitraria y orquestada donde participaron las policías municipales de Cocula e Iguala, la policía ministerial (estatal) de Guerrero, la Policía Federal y el Ejército.
¿Cómo negar ahora que fue el Estado quien atacó a 180 víctimas, hirió a 40 personas, cometió 6 ejecuciones extrajudiciales, desapareció a 43 jóvenes de entre 17 y 21 años y esparció dolor amargo entre más de 700 familiares directos? ¿Cómo argumentar que no fue el Estado quien, por actuación de la PGR, escondió información sobre un autobús -el quinto- para ocultar la participación de la Policía Federal en el operativo criminal? ¿Cómo evitar el señalamiento en contra del Estado mexicano cuando el general secretario, Salvador Cienfuegos, se negó en redondo a que los integrantes del GIEI entrevistaran a los militares que tuvieron diversas actuaciones durante aquella trágica noche de septiembre? ¿Cómo dejar fuera al Estado si el procurador optó por cerrar antes de tiempo la investigación porque lo presionaron majaderamente desde Los Pinos? ¿Cómo no avergonzarse del Estado mexicano después de ayer, cuando se demostró que el supuesto incendio en el basurero de Cocula fue una fabricación calculada?
Sin embargo Beristain ofreció un móvil posible: alguno de los autobuses secuestrados por los jóvenes podría haber sido utilizado por narcotraficantes para transportar droga desde Guerrero hasta Chicago. Por tanto el operativo habría tenido como propósito recuperar mercancía ilegal. De comprobarse la hipótesis anterior será confirmado que sí fueron las autoridades del Estado quienes agredieron de manera brutal y desproporcionada a los jóvenes porque recibieron órdenes de un poder superior: el crimen organizado. (El Universal)