El pasado 30 de junio, se cumplieron los 10 años de la masacre de Tlatlaya, donde al menos 22 personas fueron ejecutadas arbitrariamente por militares en el Estado de México. En dicho evento se documentó, por primera vez, la existencia de órdenes expresas en donde la orden fue “abatir” civiles, aunque las autoridades informaron que se había tratado de un enfrentamiento. Sin embargo, testigos sobrevivientes revelaron que algunos de los ejecutados ya estaban sometidos cuando fueron privados de la vida.
El caso de Tlatlaya es un ejemplo claro de encubrimiento de las graves violaciones de derechos humanos cometidos por elementos de las fuerzas armadas durante la llamada guerra contra el narcotráfico. Aunque el caso ha tenido tentativas por parte de diversas instituciones para cerrarlo, en 2023, derivado del impulso de una sobreviviente del caso, se reabrió la investigación por cadena de mando. A partir de una sentencia de amparo favorable, se abrió la oportunidad de que el Poder Judicial garantice la participación de las víctimas en el proceso penal en contra de los elementos de la tropa involucrados en los hechos, lo que se ha negado desde 2014.
Este hecho nos recuerda los riesgos que implica que el poder militar intervenga en la seguridad pública del país.
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