Jorge, el autodidacta
Por Ricardo Garza Lau
Jorge Álvarez Nava es de La Palma, un pueblo a la orilla de la serpenteante carretera que conecta a Tierra Colorada con Ayutla, en la sierra de Guerrero. En esta localidad, con poco más de 1,500 habitantes, las dos opciones más factibles para los adolescentes hombres como él son dedicarse al campo o irse de mojados. No hay mucho más. Pero a Jorge, cuarto de cuatro hijos, segundo varón, no le convenció ninguna de ambas. Desde niño padeció alergia al polen y al polvo, con frecuencia tenía sinusitis, por lo que pasar la jornada arando la tierra resultaba imposible. Su padre, Don Epifanio Álvarez, se fue a Estados Unidos al menos media docena de veces, y le contó las faenas que hay que soportar para lograr entrar sin documentos. A Jorge le parecía un riesgo muy grande, innecesario, aventurarse a caminar tres días y tres noches en el desierto. Él quería estudiar, aprender. Pasaba horas frente a la computadora, conectado a la red wifi que compartía con la vecina. Cada pregunta que le llegaba a la cabeza acudía a internet para encontrar la respuesta. Por medio de tutoriales en páginas web aprendió por su cuenta a tocar la guitarra. Descargó partituras hasta que logró interpretar los éxitos de Julión Álvarez.
En La Palma no hay preparatorias, así que Jorge se mudó con una tía a Tierra Colorada para estudiar ahí el bachillerato. Al concluirlo quería estudiar Medicina. Para pagar los gastos de su carrera Don Epifanio intentó volver a Estados Unidos, pero esta vez el pollero le falló. Fue detenido y deportado. La única alternativa cercana para estudiar sin gastar dinero fue la Normal Rural Isidro Burgos. A Jorge, un muchacho reservado, tímido, sensible hasta las lágrimas, no le atraía la idea de ser profesor, de estar frente a un grupo. Él sólo deseaba seguir estudiando, lo que fuera. Pasó el examen de admisión, pero en Ayotzinapa no basta con eso. Durante una semana fue sometido por alumnos mayores a pruebas de resistencia física. No le daban comida, lo ponían a correr de madrugada, lo metían a un pozo. Regresó a casa porque no soportó la “novatada”.
Jorge se propuso entrenar durante un año para soportar las pruebas. Quería un título profesional y el embudo seguía apuntando a la normal de Ayotzinapa. Bajo el sol empezó a caminar de dos a tres horas hasta el terreno donde su padre siembra maíz, para llevarle comida. Con él trabajó hasta el punto en que sus vías respiratorias le permitieron. Volvió a aplicar a la convocatoria de la escuela. Aprobó el examen de conocimiento y esta vez resistió los retos impuestos por los estudiantes. Estaba feliz, integrado, tanto que cuando cumplió años no contestó la llamada de su madre, Doña Blanca Nava, quien quería felicitarlo. Al día siguiente él le marcó, emocionado, para contarle que iban a ir a una marcha al DF. Él anhelaba viajar, conocer el país. Soñaba con el Estadio Azteca. Ella le pidió tener cuidado, alejarse de la toma de autobuses y los bloqueos. Él le dijo que esas actividades eran parte de su novatada, no podía evadirlas. Desde entonces no han vuelto a hablar.
Texto perteneciente a la campaña Marchando con letras
Ilustración de Ana Victoria Calderón.
Tomada del portal #IlustradoresConAyotzinapa