* ¿A quién le sirve tener información sobre la defensa de los casos Ayotzinapa, Tlatlaya y Atenco? ¿A quién le sirve monitorear los movimientos del equipo y del entorno familiar de la periodista que destapó el caso de la Casa Blanca? ¿Quién necesita saber los planes de las y los expertos que impulsan las leyes anticorrupción?
Ciudad de México, 21 de junio de 2017. Este lunes nos despertamos con un impactante trabajo periodístico del periódico The New York Times que revela indicios suficientes para presumir que instancias del gobierno federal espían a periodistas, defensores de derechos humanos -entre estos tres integrantes del Centro Prodh- y activistas que han luchado incansablemente contra la corrupción. El reportaje retoma la profunda labor de investigación técnica realizada por la Red en Defensa de Derechos Digitales (R3D), Social Tic, Artículo 19 y Citizen Lab, este último como parte del Instituto Munk de Asuntos Globales de la Universidad de Toronto, Canadá. La vigilancia ilegal, explicó el influyente rotativo, se da a través de un programa intrusivo (spyware) llamado Pegasus, un producto de la firma NSO Group capaz de tomar el control de los teléfonos móviles, que es vendido exclusivamente a gobiernos bajo la condición de que se use únicamente para la lucha contra el terrorismo y el crimen organizado. En México, de acuerdo con la investigación, hay al menos tres instancias que adquirieron el programa: la Procuraduría General de la República (PGR), el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN) y la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA).
Las organizaciones y personas afectadas realizamos una conferencia de prensa para condenar los hechos, demandar que los contratos del gobierno con NSO fueran puestos a la luz, anunciar diversas acciones legales y exigir una explicación. La indignación cundió: redes sociales con #GobiernoEspía como trending topic, integrantes de los gremios afectados manifestando su rechazo y medios nacionales e internacionales exigiendo una respuesta.
El gobierno federal no respondió. Tan sólo circuló la fotografía de una carta dirigida a The New York Times, en la que sin negar que los contratos existen ni que se trate de espionaje, se le informa al periódico que las pruebas no son concluyentes y se invita a los afectados a que presenten su denuncia ante la PGR –aun cuando ya era público que lo habíamos hecho desde la mañana.
Esta informal y fallida misiva es, como señalaron múltiples líderes de opinión pública, una muestra más de la ausencia de voluntad y capacidad para conducir investigaciones complejas en casos de corrupción o violaciones a derechos humanos: se condena la investigación al fracaso desde el comienzo pues irresponsablemente se afirma que no hay pruebas sin investigar.
Aunque hasta el momento de escribir estas líneas no hay una respuesta oficial, en este caso no será fácil evadir las preguntas incómodas: ¿a quién le sirve tener información sobre la defensa de los casos Ayotzinapa, Tlatlaya y Atenco? ¿A quién le sirve monitorear los movimientos del equipo y del entorno familiar de la periodista que destapó el caso de la Casa Blanca? ¿Quién necesita saber los planes de las y los expertos que impulsan las leyes anticorrupción?
La carga de la investigación ha quedado por entero en la cancha del gobierno federal. La PGR debe realizar una indagatoria exhaustiva en la que se permita la participación de visores independientes como una garantía adicional de imparcialidad, dada la complejidad del caso y considerando la exculpación anticipada contenida en la misiva gubernamental.
Pero más allá del proceso de investigación penal, para estar a la altura de acusaciones tan graves el Gobierno Federal tendría que adoptar otras medidas inmediatas. Por ejemplo, frente a la sospecha de que la tecnología se usó indebidamente, debería transparentar todos los contratos que tenga con la firma NSO Group -u otras empresas que hayan proveído el spyware Pegasus– incluyendo los que involucran a SEDENA, SEMAR, CISEN y PGR. Aunque justamente el malware está diseñado para no dejar trazas del usuario concreto que lo ejecuta, es en esas instancias donde está la posible responsabilidad y la obligación de rendir cuentas.
Pero lo sucedido interpela también a otras instancias del Estado. Concretamente, el Poder Legislativo debería actuar como contrapeso y llamar a cuentas a las instancias del Ejecutivo que han actuado al margen de sus atribuciones. Más aun, el Congreso de la Unión debería suspender la aprobación de marcos legales que amplíen las posibilidades de realizar intervenciones telefónicas, como la Ley de Seguridad Interior. El probado mal uso que se ha dado a una tecnología que sólo debería emplearse para investigar graves delitos, confirma los riesgos de legislar con precipitación y laxitud este delicado tema.
Por su lado, el Poder Judicial de la Federación debe informar si ha autorizado intervenir los teléfonos de personas periodistas y defensoras, puesto que solamente así se justificaría una intervención de telecomunicaciones.
Los órganos constitucionales autónomos también deben intervenir. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos no sólo tiene que emitir medidas cautelares que protejan del espionaje a periodistas y defensores, sino que debe investigar lo sucedido para emitir una Recomendación al respecto. Por su parte, el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) debe mostrar que ejerce a cabalidad sus nuevas facultades para actuar como garante de la ilegal sustracción de datos privados.
No debemos perder de vista que México es un país hundido en una grave crisis de violaciones a derechos humanos reconocida por instancias internacionales, como la Comisión Interamericana el Derechos Humanos (CIDH) y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH); los numerosos e impunes ataques contra periodistas y personas defensoras de derechos humanos lo confirman. Entre estas agresiones, sin duda las más graves son aquellas que han derivado en dolorosos atentados contra la vida de periodistas, defensores, defensoras y víctimas, casos todos estos que permanecen en la más oprobiosa impunidad. Sin dejar de insistir en la enorme deuda que el Estado tiene en primerísimo lugar con estas víctimas y sin dejar de enfatizar que no hay riesgo mayor que el que enfrentan quienes se juegan la vida en las zonas violentas del país, es importante señalar que el espionaje ilegal se sitúa en un nivel diferenciado de gravedad desde el que, sin embargo, activa una extrema preocupación pues pone en evidencia a autoridades que miran como enemigos a los actores civiles que exigen democracia, derechos humanos y rendición de cuentas. El Gobierno Federal no puede eludir su responsabilidad y debe dar resultados concretos pronto: transparentar los contratos con NSO e investigar con celeridad es imperativo.
* Artículo publicado originalmente en Animal Político.