*Si con pruebas fabricadas bajo tortura van inocentes a la cárcel, ¿dónde están los culpables de esos delitos? Permanecen en la impunidad.
Ciudad de México, 07 de marzo. La discusión de una nueva Ley General contra la Tortura en el Senado nos invita a desmitificar esta práctica generalizada en nuestro país.
Empecemos por el siguiente mito: si una persona denuncia tortura es porque es delincuente y sabe que con esa denuncia obtendrá fácilmente su liberación, dejando impune el crimen que seguramente cometió.
No hace falta mucho análisis para ver lo ilógico de la afirmación anterior. No hay por qué pensar que una persona denunciante de tortura sea delincuente, puesto que bajo tortura confesaríamos cualquier cosa, hasta lo imposible.Una interminable serie de casos documentados en años recientes nos dan una idea de cuántas personas inocentes están hoy en la cárcel gracias a declaraciones falsas (o firmadas sin la posibilidad de verlas) que contienen cualquier cosa que sus torturadores quisieran, pero no la verdad.
Por otro lado, recordemos que cuando una víctima de tortura es absuelta en un proceso penal – cosa que para nada es la regla – no es liberada “porque fue torturada”, lo cual nunca ha sido fundamento legal para absolver a una persona. Al contrario, es absuelta porque después de excluir la prueba producida a través de tortura, resulta que no existen pruebas para enjuiciar a la víctima. Es decir, no existe un caso en su contra, y mucho menos el ministerio público esclareció la verdad del delito denunciado para sancionar al verdadero responsable.
Es en esa falta de capacidad o voluntad de investigar, de recabar elementos de prueba y llevar a los verdaderos responsables a juicio, que radica la impunidad – no en la (muy necesaria) obligación de la autoridad judicial de liberar a personas contra quienes no existan pruebas.
De hecho, la falsa disyuntiva que a veces se nos pretende presentar, en la que defensores de derechos humanos se oponen a la tortura pero víctimas de delito la apoyan, no refleja la realidad de cómo piensa la mayor parte de la ciudadanía: al contrario, la población mexicana, compuesta en gran parte por víctimas de delito[1], no apoya el uso de la tortura. Según indican encuestas de la UNAM, solamente el 13.4% de la población aprueba que la policía o las fuerzas armadas hagan daño a una persona sometida, y solamente el 15.3% aprueba el uso de la tortura para buscar información sobre hechos delictivos.
Y es que los únicos beneficiados en un sistema donde se practica la tortura, son dos: agentes del Estado que la usen para fabricar pruebas, para encubrir delitos y culpables verdaderos, para no investigar; y la delincuencia, que puede aprovechar no sólo la escasez de investigaciones rigurosas, sino también la facilidad de trabajar con servidores públicos quienes, habiendo aprendido a violar la Constitución torturando a las personas, fácilmente aprenden a violar cualquier otra ley.
Hace varios meses una amplia coalición de organizaciones de la sociedad civil, programas académicos y personas expertas en la materia hemos venido desarrollando insumos técnicos para la Ley General contra la Tortura, señalando sobre todo la necesidad de que la Ley cumpla las obligaciones constitucionales e internacionales del Estado mexicano en la materia.
Varias de estas obligaciones fueron retomadas por la Subprocuraduría de Derechos Humanos de la Procuraduría General de la República (PGR) en la consulta pública que coordinó para construir una iniciativa de Ley. Sin embargo, la iniciativa final enviada por el Ejecutivo federal al Senado en diciembre omite gran parte de estos elementos sin los cuales la Ley no tendrá un impacto significativo en la realidad.
Un ejemplo claro es la obligación de excluir pruebas obtenidas bajo tortura o tratos crueles, inhumanos o degradantes (tratos CID) de los procesos penales.
Entre los principales factores que hacen que la tortura sea generalizada en México (tal y como confirmó el Relator de Naciones Unidas tras un estudiopresentado el año pasado) está el uso de la tortura para obligar a personas detenidas a firmar o grabar declaraciones que después son utilizadas como pruebas de cargo. En 2014, la PGR fue notificada de casi 6 casos diarios[2] de personas procesadas únicamente a nivel federal que denunciaban actos de tortura[3].
Ante este panorama, la coalición de la sociedad civil exigimos que la iniciativa de Ley General incluyera no solamente la prohibición absoluta de usar tales pruebas ilícitas, sino también las obligaciones internacionales del Estado en esta materia, entre ellas que la víctima de tortura no tiene la carga de la prueba para comprobar que fue torturada, sino que la parte acusadora debe explicar por qué la prueba fue obtenida lícitamente.
Sin embargo, el Ejecutivo federal omitió tales consideraciones de la iniciativa enviada al Senado, misma que no prohíbe el uso de pruebas obtenidas bajo tratos CID e incluso permitiría la admisión de pruebas derivadas de tortura si la información “hubiese podido obtenerse” de otra fuente –concepto abstracto que previsiblemente se volverá la regla y no la excepción en los procesos basados en pruebas ilícitas.
Si nuestro objetivo es reducir la tasa de impunidad en el país, es difícil pensar en un modelo más contraproducente que un sistema que siga utilizando la tortura para producir pruebas.
Para entender lo anterior, basta con darnos cuenta de dos hechos muy simples: primero, si con pruebas fabricadas bajo tortura, van inocentes a la cárcel, ¿dónde están los culpables de esos delitos? Permanecen en la impunidad.
Segundo, recordemos que la abrumadora mayoría de víctimas de delito nunca llegan a un juicio penal por los hechos que sufrieron. Lo anterior ocurre en gran parte por falta de investigaciones profesionales, construidas sobre la recolección de pruebas. El Estado tiene la obligación de brindarnos un sistema de procuración de justicia capaz de detectar a los culpables de los delitos, y ese sistema nunca existirá mientras existan la tortura, la fabricación de pruebas, y otras salidas fáciles que nada tienen que ver con esclarecer la verdad de los hechos[4].
Actualmente recae en el Senado –concretamente, en las comisiones de Gobernación, Justicia, Derechos Humanos y Estudios Legislativos– aprobar unaLey General contra la Tortura que cumpla las obligaciones constitucionales e internacionales del Estado mexicano. Una Ley que signifique una verdadera transformación en el sistema penal y en todos los demás contextos en los que se comete tortura.
Porque durante décadas el Estado mexicano le ha dado a la tortura una oportunidad como herramienta de investigación, y el resultado es uno de los fracasos más destructivos en la historia del país. Es hora de apostar a un modelo que garantice el derecho a la integridad física, y de construir un sistema capaz de brindarnos justicia y verdad.
*Artículo del Centro Prodh en el blog Verdad, Justicia y Reparación de la CMDPDH.