*Es inadmisible constatar cómo a pesar de la tragedia de Iguala, la situación de inseguridad y violencia no ha cambiado.
Tlapa de Comonfort, Guerrero, 20 de octubre de 2015. Los cambios de gobierno en los municipios serían imperceptibles para la población guerrerense si no fueran por las inserciones pagadas en los medios de comunicación electrónicos e impresos y por los actos propagandísticos centrados en la imagen de los nuevos gobernantes. Al interior de los recintos del poder los grupos políticos se arremolinan en torno a los recién ungidos para reacomodarse dentro del aparato gubernamental. En estos espacios todo empieza a girar alrededor de quienes ostentan la nueva titularidad de los poderes públicos. El mundillo de los políticos se circunscribe a las prebendas que obtuvieron con las secretarías o direcciones que lograron negociar. Los que quedaron en la antesala le dan rienda suelta a su imaginación para armar castillos en el aire y verse como los elegidos de la próxima contienda electoral.
La sangrante realidad que nos conmociona resulta irrelevante para quienes empiezan a disfrutar las mieles del poder. Su burbuja les impide estar del lado de las víctimas. Su atolondramiento no les da para revertir esta espiral de violencia. La indiferencia y la palabrería forman parte de la insolencia gubernamental. Prevalece la inconciencia y la arrogancia de las autoridades que se alinean del lado de los que delinquen.
Los asesinatos que a diario se registran en las siete regiones del estado muestran el nivel de descomposición social que padecemos. Lo inadmisible es la impasibilidad y desfachatez de las autoridades de los tres niveles de gobierno. Ninguna de ellas ha puesto la parte que les corresponde para poner un dique a este derramamiento de sangre. Las calles son el escenario de la crueldad y el campo de batalla de quienes se sienten protegidos por el poder. Los que atentan contra la vida no es que sean los más valientes y temerarios sino los que impunemente han contado con el apoyo de los que ostentan el poder. Se sienten protegidos y saben que sus acciones sanguinarias nunca serán investigadas.
Mientras funcione un sistema que encubra las atrocidades de los políticos y sus secuaces seguiremos sometidos por el poder de los bárbaros, los que en nombre de la ley atentan contra los que luchan por una nueva civilidad política. Para estos depredadores el estado de Derecho se hace valer con asesinatos, ejecuciones, desapariciones, desplazados, secuestrados y apresados por el miedo, dejando en manos sanguinarios el futuro de una sociedad inerme.
El sentimiento de orfandad institucional genera un mayor desorden en la vida pública, porque nadie está siendo escuchado, atendido, mucho menos respetado y protegido. Cada quien pelea por su sobrevivencia, todo mundo lucha como puede y con lo que tiene para auto protegerse dejando de lado los problemas que más nos afectan como sociedad. En contrapartida el gobierno se ha dedicado a invertir en la seguridad de las instituciones y en los gobernantes que supuestamente nos representan. Ellos han creado un aparato represivo especializado para contener la protesta social e impedir la irrupción de la población que ha perdido el miedo y está dispuesta a enfrentar las fuerzas del mal gobierno..
Es inadmisible constatar cómo a pesar de la tragedia de Iguala, la situación de inseguridad y violencia no ha cambiado. Los grupos de la delincuencia organizada continúan con sus negocios ilícitos, y el poder destructor que poseen no ha mermado. La gente de esa ciudad ha corroborado que el papel de la gendarmería sólo es para evitar que los grupos se sobrepasen de lo que hasta ahora hacen. Dejan circular con normalidad las mercancías ilícitas y permiten que florezcan los negocios del crimen organizado. No están para desarraigar ni para desmantelar las estructuras delincuenciales, mucho menos para desbaratar sus planes o destruir su organización. No son garantes de la seguridad ciudadana ni están para que la población cuente con protección eficaz. Viven en la ciudad y se hospedan en los hoteles del centro pero no están para combatir a las bandas del crimen organizado. Saben de sus negocios y conocen el modo como operan, pero no tienen como consigna desarmarlos ni perseguirlos para impedir que cometan sus fechorías. Hay como un pacto de no agresión: mutuamente se respetan y se vuelven cómplices de lo que cada quien hace. Hay en este régimen de excepción hasta permiso para matar, porque nadie investiga ni detiene a los perpetradores.
La presencia de la gendarmería responde más a una estrategia de contención social. Los cuerpos de élite están preparados para frenar que la sociedad se organice y están prestos para actuar con toda su fuerza contra los que protestan en la vía pública e increpan al régimen. En estos tiempos en que el estado ha dejado de ser garante de los derechos fundamentales de la población, los que gobiernan catalogan como más peligrosos a los movimientos que se rebelan contra las reformas estructurales y se oponen a la aplicación de las políticas privatizadoras, que las organizaciones criminales que generan terror entre la población y causan daños irreparables entre las familias que han sido víctimas de la violencia. A pesar de su poder destructor no son un enemigo a vencer porque no atentan contra la forma como ejercen el poder los políticos y porque no les disputan directamente los cargos públicos. Este espectro delincuencial es funcional a un régimen que ha vivido de la corrupción y que se sostiene con los grupos que trabajan al margen de la ley. La sagacidad malévola de las bandas del crimen les ha servido para empatar con los intereses ilícitos de una clase política depredadora que tiene bajo su mando un aparato policiaco y militar que está hecho para arremeter contra los ciudadanos y ciudadanas que levantan la voz y cuestionan el estilo gansteril de gobernar. Las organizaciones criminales han logrado enquistarse dentro del modelo político-electoral que es funcional a los intereses económicos de los grandes consorcios empresariales que se encargan de encumbrar a políticos que son afines a sus proyectos transexenales y que buscan establecer un entramado legal que les permita legalizar el despojo y la extracción de los bienes naturales.
La máxima capitalista de que “los negocios son negocios”, en nuestro país es la regla de oro, por eso no importan las actividades económicas que realizan las organizaciones criminales, porque lo fundamental es que haya dinero constante y sonante, aunque provengan del narcotráfico o de los diversos giros rojos de la delincuencia.
El lavado de dinero invertido en negocios que públicamente son lícitos es posible en contextos donde las instituciones están sumamente débiles, donde están controladas por políticos que manejan una agenda oculta y responden a los intereses macrodelincuenciales. La ley sirve a quien tiene dinero y le apuesta a los grandes negocios con la mezcla de los recursos públicos. Para ello se necesita a personajes que estén dispuestos a trabajar en dos rieles; en el ámbito de la legalidad, para hacer uso de los recursos públicos y en todo el espectro de la ilegalidad para emprender negocios con recursos ilícitos y transformar estas empresas en lavadero de dinero. Entre la clase política nada de esto le es extraño, lo que si no se debe hacer es publicarlo, mucho menos describir toda la urdimbre político-delincuencial que se ha tejido a lo largo de los sexenios y que los políticos encumbrados son cómplices, porque saben que para llegar el poder se necesita pactar, negociar y formar parte del entramado criminal.
Los ciudadanos y ciudadanas por más que hacemos el esfuerzo de creer en los nuevos gobernantes no podemos hacer tabula rasa de lo que han hecho y del equipo que lo han acompañado. Los personajes siniestros que vuelven aparecer en la escena pública son la peor muestra de que nada va a cambiar con las nuevas administraciones. La gente ya sabe cuál es su lado flaco y ubica bien a qué intereses responde. No es gratuito que muchos de ellos estén cuestionados, que públicamente la población se atreva a decir quiénes son y que no hay confianza en ellos. Todavía hay miedo a decir todas las verdades de quienes cínicamente se atreven a decir que van servir a la sociedad, que la van a escuchar y que van a cambiar la manera de ejercer el poder. Lamentablemente los intereses delincuenciales siguen imponiéndose al interior de las instituciones de gobierno por encima de los intereses de la población que está harta de tanto atraco y de tantos políticos que tienen piel de lobo. El aparato represivo que ahora se encuentra asentado en Guerrero le da la tranquilidad a los nuevos gobernantes para mantener intocados los intereses de la macrodelincuencia. Podrán encapsularse en sus aposentos y gobernar dentro de su propia burbuja, dejando a la deriva los temas que más preocupan a la sociedad y que requieren desmontar las estructuras delincuenciales que se encuentran arraigadas dentro del aparato gubernamental. La fuerza policiaca y militar está para proteger este sistema y para encubrir a los que desangran al pueblo. Esta es la lucha que han dado los padres y madres de los 43, quienes han dado todo para ya no permitir que se reediten estos crímenes ni que se encumbren políticos de la misma calaña.