Prisión preventiva, automática y excesiva

 

 

 

*Columna

Por Luis Eliud Tapia Olivares/Centro Prodh/@EliudTapia

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México, DF.- Nuestro sistema penal mexicano cuenta con figuras jurídicas que en el papel tienen una vocación legítima, pero cuando se materializan en casos prácticos degeneran en verdaderos lastres que las personas sujetas a un proceso arrastran durante años. Una de ellas es la prisión preventiva; medida creada fundamentalmente con el objetivo de garantizar la disponibilidad de la persona acusada de cometer un delito ante los tribunales mientras se desarrolla el proceso. Aunque desde la ley fue concebida como una medida de naturaleza excepcional, en México es aplicada como regla general.

Al respecto, tribunales internacionales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos han establecido: “que la prisión preventiva es la medida más severa que se le puede aplicar al imputado de un delito, motivo por el cual su aplicación debe tener un carácter excepcional, en virtud de que se encuentra limitada por los principios de legalidad, presunción de inocencia, necesidad y proporcionalidad, indispensables en una sociedad democrática”. A esto se le llama la “ultima ratio” en el sistema penal.

Asimismo, el artículo 20 de la Constitución Mexicana señala que la prisión preventiva no debe exceder el tope máximo que estipule la ley penal sobre el delito de que se trate, y pone un límite de dos años para que la persona sea juzgada bajo pena de dejarla en libertad cuando haya fenecido el mencionado plazo, entendiendo que se pueden ordenar medidas alternativas.

No obstante, la realidad es otra: se ha documentado que situaciones imputables al Estado, como por ejemplo, la no presentación reiterada de policías aprehensores en audiencias de careos procesales, –o para el desahogo de la prueba testimonial en el sistema acusatorio–, dilatan el proceso en periodos que rebasan con exceso los mínimos establecidos tanto en las leyes adjetivas como en el propio texto constitucional, hecho que no se traduce en la liberación del procesado como lo ordena la Constitución sino en la prolongación desproporcionada de la prisión preventiva en perjuicio de los derechos a la libertad personal, la circulación y la presunción de inocencia de la persona.

Ahora bien, una de las causas identificadas por las que la prisión preventiva en nuestro país no es excepcional, es que las autoridades jurisdiccionales suelen aplicar esta medida de manera automática en vez de realizar un estudio individual o personalizado que justifique la necesidad y proporcionalidad de la medida. Este hecho genera que cientos de personas actualmente se encuentren esperando un periodo prolongado para que se dicte una sentencia en su proceso, contribuyendo de manera importante al hacinamiento en los centros de reclusión[1]. Pocas esperanzas encontramos en el sistema de justicia acusatorio, que se está implementando paulatinamente en el país, puesto que las autoridades judiciales no están atendiendo a su obligación de dictar medidas cautelares atendiendo a las circunstancias particulares del caso.

Así las cosas, es inaceptable que por demoras injustificadas generadas por el propio Estado, los procesos penales se prolonguen durante años. Poner fin a esta situación, debe ser una prioridad para eficientar el sistema penal y proteger los derechos fundamentales.

Finalmente, el Estado tiene la obligación de reducir a casos excepcionales el uso de la prisión preventiva para restringir la libertad de las personas sujetas a proceso; y no, como actualmente acontece, utilizarla como medida automática, excesiva e incluso represiva, el catalizador perfecto para aumentar el rechazo social y la venganza.



[1] El caso de la oaxaqueña Isabel Almaraz es un ejemplo: esperó más de seis años en prisión para recibir una condena por seis meses de prisión, por un delito que no cometió.