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Morir a los 20, en medio del fuego cruzado

Por Javier Hernández Alpízar

“Volver a los diecisiete / después de vivir un siglo / Es como descifrar signos / sin ser sabio competente / Volver a ser de repente / tan frágil como un segundo / Volver a sentir profundo / como un niño frente a Dios”… Violeta Parra

jóvenes
Foto: Desinformémonos/Prometeo Lucero

El homicidio, el feminicidio, el genocidio, el ecocidio, el juvenicidio… las palabras que hemos tenido que ir aprendiendo a usar para describir la realidad de un país donde domina la pulsión de muerte, la necrofilia.

Esta vez recordaremos el juvenicidio. Porque reencontramos esa tragedia, leyendo el libro de Marcela Turati, Fuego Cruzado, Las víctimas atrapadas en la guerra del narco.

Lamentamos la edad juvenil de muchas de las víctimas, en medio de la estela de sangre, muerte y dolor de los deudos, pena que casi los lleva a la locura o a la cordura de pedir justicia y paz, verdad y paz.

Jóvenes eran muchos de los civiles, de los delincuentes, de los integrantes de las armas del Estado mexicano, jóvenes asesinando, asesinándose, ¿en beneficio de quién?

Morir a los 20, se titula un subcapítulo. Escribe Turati: “En todo el país se derrama sangre nueva. Casi la mitad de las víctimas de Juárez tenían entre 25 y 35 años. Una cuarta parte, entre 12 y 24 años de edad. Sus verdugos no eran mucho mayores. Tenían entre 20 y 29 años.”

“Si algo caracteriza al actual conflicto armado es el juvenicidio. Son jóvenes que matan a jóvenes.”

Son párrafos del capítulo cuarto: “Sin lugar para los jóvenes”, en el cual la reportera describe a las víctimas, las y los jóvenes asesinados, pero también a los asesinos, jóvenes que empezaron prácticamente siendo niños, dispararon por primera vez antes de saber para qué era su vida, y quienes también tendrán una vida breve, violenta, brutal.

Quién sabe qué edad tendrían los griegos cuando fueron a la guerra en Troya, pero, además de los narcocorridos y los reportajes escritos por periodistas como Turati, la impronta histórica que quedará de esta tragedia, la falsa épica de los jóvenes en nuestro país, es la de un doloroso absurdo.

El país atraviesa por un momento en que la mayor parte de su población es joven, pero no tiene para ofrecerles un lugar en la educación, en el deporte, un empleo digno, una vivienda, un futuro, ni otro presente que no sea matar y morir, en el anonimato de la masividad y con el telón de fondo de la indiferencia de un amplio sector ante el invisibilizado dolor de otro amplio sector.

Por cada persona asesinada resultan gravemente afectadas en sus vidas, en su salud física, mental y espiritual, entre 10 y 20 personas: viudas, huérfanos, deudos, amigos, vecinos, compañeros de la escuela, el trabajo, el gremio, la comunidad toda. Multipliquemos los más de 100 mil homicidios dolosos por las más de 10 o 20 víctimas de estress postraumático. El resultado es una sociedad enferma de violencia, de muerte, de miedo.

No obstante, el gobierno federal planea hacer un monumento a las víctimas del delito en el Campo Marte. La negación de toda responsabilidad estatal en una guerra en la que están muriendo los brazos que habrían construido el futuro del país.

Gastó más el Estado mexicano en vender al mundo una imagen de país democrático (con tres grandes fraudes electorales entre 1988 y 2012), con respeto a los derechos humanos (en un país donde, como dice la ranchera, “la vida no vale nada”) y con libertad de expresión (en el país más peligroso del continente para los periodistas y con la comunicación de masas concentrada en un duopolio que tiende a ser monopolio).

Como en el viejo cuento medieval, el flautista se llevó a todos los jóvenes, en venganza contra una sociedad injusta con ellos, los niños, las niñas, los adolescentes, los y las jóvenes, ahora están matando y muriendo al son de la música del dinero, obscena como un narcocorrido. Puesto que no puede haber cultura donde no hay amor a la vida, también culturalmente fueron víctimas de juvenicidio.

Marcela Turati, Fuego Cruzado, Las víctimas atrapadas en la guerra del narco, publicado en 2010 y reeditado ahora, en versión rústica, en la colección “Crimen organizado” por los sellos Proceso y Grijalbo, expendida a un precio muy accesible (79 pesos) en puestos de periódicos y revistas.