El día de ayer, El Salvador conmemoró el vigésimo aniversario de los Acuerdos de Paz, poniendo fin a una guerra civil que desangró al país durante doce años, dejando como resultado alrededor de 100,000 personas muertas y miles más desaparecidas.
Como muchos y muchas de mis compatriotas, yo nací en plena guerra civil. Si bien es cierto que cada historia es diferente, cada uno tiene distintos recuerdos sobre esta época difícil, unos más arraigados y otros menos, como los míos. Muchos tienen muy presente la ofensiva de noviembre de 1989, yo no. Muchos de nosotros perdimos a familiares, incluyendo civiles que no peleaban contra la «amenaza bolchevique» o contra el gobierno pro estadounidense. En el seno mismo de las familias salvadoreñas, hermanos y hermanas se enfrentaban y se mataban entre sí.
Los Acuerdos de Paz, firmados aquel 16 de enero de 1992 en el Castillo de Chapultepec, – siendo México, junto con Francia, garantes de dichos acuerdos-, llevaron ciertamente la paz a mi tierra. Pero una paz a stricto sensu, poniendo fin a las hostilidades entre ambas partes, convirtiéndose la guerrilla en el partido político de izquierda del país y las fuerzas armadas sometiéndose al poder civil.
Sin embargo, la reconciliación y la paz no se han visto reflejadas en la población salvadoreña, quien a mi parecer y a pesar de los importantes esfuerzos por alcanzar la unidad nacional, continúa dividida, padeciendo grandes males sociales y viviendo bajo un clima de violencia alarmante. Las y los salvadoreños siguen sufriendo el flagelo de la violencia, sin importar el nivel económico o social. La violencia de la guerra se transformó en una violencia social con índices aterradores que ubican al país, de tan sólo 6 millones de habitantes, entre los más violentos del mundo y donde los homicidios superan incluso las cifras de países que sí están en guerra. Entre otras muchas cosas, el país no ha sabido reconstruir el tejido social destruido por las balas, las muertes, los abusos y la separación familiar, que tienen y han tenido graves consecuencias en estos 20 años de pos-guerra. La pobreza y la falta de oportunidades tanto para jóvenes como adultos, generan más violencia, a lo que el Estado siempre trata de responder con políticas duras, dejando de lado lo social.
En el país reina la impunidad, tanto para los crímenes cometidos en la actualidad como para aquellos ocurridos durante la guerra en manos del Ejército, como de la guerrilla, ambos beneficiados por una ley de amnistía contraria al derecho internacional de los derechos humanos. El perdón no basta para resarcir el daño causado. Además, en El Salvador, la paz no ha traído el respeto y la vigencia de los derechos humanos, ya que un porcentaje muy elevado de salvadoreños y salvadoreñas no pueden siquiera satisfacer sus necesidades más elementales. Y lo que es más alarmante, la injusticia y la desigualdad, causas de la guerra, subsisten.
A 20 años del fin del conflicto, el país lucha por recuperarse de esos 12 años perdidos que casi lo destrozan. El Salvador vive ahora en democracia, sí, pero una de tipo ficticio.
El pueblo salvadoreño tiene sed de democracia real, justicia y paz. Y trabajará para lograrlo.
Por José René Paz, salvadoreño.