El Centro de Análisis e Investigación Fundar acaba de dar a conocer un extenso informe sobre el impacto psicosocial del caso Ayotzinapa, Yo sólo quería que amaneciera, coordinado por Ximena Antillón Najlis, en el que participaron numerosos expertos en las repercusiones emocionales provocadas por la violación de derechos humanos.

El país entero requiere de atención post-traumática. Como señala el estudio, la indignación provocada por la desaparición forzada de los 43 estudiantes de la Normal Raúl Isidro Burgos, y el trabajo del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), hacía pensar que el ultraje no quedaría impune. Pero el gobierno de Peña Nieto apostó por no enfrentar los hechos. La investigación no pudo ser más torpe ni desordenada, la Procuraduría creó una narrativa falsa bajo el nombre de “verdad histórica” y, cuando el GIEI estableció un relato mucho más confiable, se difamó a los investigadores extranjeros. Por su parte, el equipo forense argentino que analizó el caso denunció los numerosos obstáculos que enfrentó para tratar de hacer su trabajo.

Yo sólo quería que amaneciera documenta el dolor de los familiares provocado por la ausencia de justicia y propone estrategias de sanación y acompañamiento para el desgastante compás de espera.

Las tragedias sociales suelen ser estudiadas a partir de los principales datos del horror. Pero no es menos importante entender las repercusiones invisibles que lastiman en forma definitiva a los testigos: la mala salud y el sufrimiento que provienen de “no saber”. El estudio de Fundar analiza los quebrantos provocados por la incertidumbre; el trauma de los sobrevivientes, agobiados por la culpa de no haber corrido la misma suerte que sus compañeros, y la asimetría emocional que se genera en las familias que en forma involuntaria e inevitable prestan más atención al hijo ausente que a los que permanecen en la casa. El diagnóstico incluye una significativa reflexión sobre el daño adicional provocado por la distorsión mediática de los sucesos y subraya la condición indígena de las víctimas, que deberían ser entendidas de acuerdo a su propia cultura.

Este compendio del dolor parte de una afirmación que merece ser analizada: “las actividades de boteo y toma de autobuses han sido una práctica común entre los estudiantes de diversas escuelas rurales de México”. ¿Qué circunstancia académica justifica que los estudiantes pidan dinero y se apropien de autobuses? ¿Por qué se normalizó lo que debería ser anormal? La respuesta es esencial para evitar que los desaparecidos sean estigmatizados como vándalos que propiciaron su destino.

Alicia Civera Cerecedo, investigadora del Cinvestav, publicó en Nexos (1 de marzo de 2015) una detallada historia de las normales rurales. En 1939 había 36, con Ávila Camacho se les restó apoyo, después del 68 algunas desaparecieron y otras se convirtieron en escuelas técnicas, durante la “guerra sucia” de los setenta fueron hostigadas por contar con egresados como Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, ahora quedan menos de veinte. En vez de cerrarlas de golpe se dificulta su existencia; no se abren inscripciones, se reduce el cupo y se niega el mantenimiento.

Los estudiantes tienen que conseguir recursos y ejercer presión para cursar sus estudios: no hay modo de ser normalista rural sin ser activista. Civera Cerecedo escribe al respecto: “Los reclamos de los estudiantes por las malas condiciones de las escuelas, la insuficiencia de sus becas y los topes a la matrícula se fueron incrementando y la prensa ha hecho énfasis en el uso de estrategias como el secuestro de autobuses o el bloqueo de carreteras, pero no tanto en la histórica estrategia de cortar los suministros de las escuelas”. Estamos ante un problema estructural generado por el gobierno. Desde hace décadas, para obtener el apoyo que no llega, los estudiantes se ponen al borde de la violencia.

En un capítulo estremecedor, el informe de Fundar registra los sueños de los deudos. En esa “borrosa patria de los muertos”, como la llamó Octavio Paz, los desaparecidos sienten frío, se comunican con los suyos, prometen regresar.

Yo sólo quería que amaneciera es la dolorosa historia de un país donde los hijos sólo tienen un lugar seguro: los sueños de sus padres.

Este es un artículo de Juan Villoro, publicado originalmente el 16 de marzo de 2018 en el periódico Reforma.