El jueves de la semana pasada, se presentó el informe «¿Cómo se Juzga en el Estado de México?» (CIDE/ México Evalúa) que presenta el primer análisis importante del funcionamiento del nuevo sistema de justicia penal. Arroja datos que reflejan avances importantes (procesos rápidos, mayor control judicial de las detenciones, mayor composición, etc.). Pero los números negativos muestran una cara de la reforma difícil de aceptar: que se encuentra —al menos— bastante lejos de las expectativas de un debido proceso moderno, transparente y sobre todo, justo.
Solo un dato duro: en el 18.05% de los casos, aparece un registro de tortura (peritaje médico de lesiones) en el expediente. Y frente a estos tratos crueles, inhumanos o degradantes del personal policial o ministerial, prácticamente no hubo reacción judicial. En el 97.4% de los casos, los jueces validaron la actuación. No se excluyeron pruebas (2.6%), ni se liberó al detenido, ni se excluyó su declaración, ni siquiera se informó a la Comisión Estatal de Derechos Humanos.
A pesar de los lineamientos constitucionales y la catarata de convenciones internacionales ratificadas por México que amparan la intervención judicial en la materia, los jueces se muestran tímidos y reacios a meterse en este asunto y controlar mejor la actuación policial y ministerial El problema no es solamente la impunidad del maltrato sino que la falta de reacción judicial sirve para reafirmar a la tortura como mecanismo central de investigación criminal. Porque transmite el mensaje de que abusar de los detenidos no tiene consecuencias lo que significa que de manera indirecta es aceptado por los tribunales. Torturar no tiene consecuencias para los torturadores ni tampoco para el proceso judicial mismo: nada se detiene porque alguien haya sufrido abusos en los separos de la procuraduría.
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