Hechos como los ocurridos en Ayotzinapa (Guerrero), Tlatlaya (Estado de México), Apatzingán (Michoacán), Tanhuato (Michoacán), Nochixtlán (Oaxaca), Chalchihuapan (Puebla), Atenco (Estado de México) y muchos otros que forman parte de la “lista de la ignominia” sobre violaciones graves a derechos humanos por parte del Estado, son un claro reflejo de la situación imperante en cuanto a tortura, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, uso letal de la fuerza pública, etc.
Ante este escenario, la Suprema Corte cuenta con una gran oportunidad de garantizar los derechos fundamentales de manera efectiva y combatir el clima de impunidad que prevalece en México, funcionando como contrapeso sustancial frente a los actos u omisiones de los poderes legislativo y ejecutivo, y no sumarse o confirmar la larga lista de agravios que tenemos.
Si bien hay ciertos avances, aún es grande la brecha entre el marco legal e institucional y lo que sucede en la realidad. Asimismo, se han presentado graves retrocesos, no obstante teniendo la oportunidad de garantizar el ejercicio de derechos. En las últimas semanas hemos constatado lo anterior, por ejemplo, en materia de tortura sexual o derechos colectivos de pueblos indígenas frente a concesiones mineras, donde la SCJN ha dejado pasar esa oportunidad histórica para dar protección y emitir criterios que abonen en ese sentido.
Ante este panorama, resulta preocupante el papel que está desempeñando la Suprema Corte si consideramos la trascendencia de diversos asuntos que tiene pendientes de resolver. Entre ellos: el uso de la fuerza pública y que la policía pueda utilizar armas de fuego en manifestaciones; límites a la jurisdicción militar; protección a periodistas y libertad de expresión; enfermedades de transmisión sexual y discriminación; regulación del derecho de réplica; acceso a la información en casos de violaciones graves a derechos humanos, entre otros asuntos. (Animal Político)