Miguel Covarrubias hizo coloridos mapas pictográficos en los que las diversas regiones del país se definían por sus animales, sus artesanías o sus frutas. Hoy los cartógrafos más laboriosos no son los geógrafos ni los pintores de la naturaleza, sino los familiares que buscan desaparecidos.
El 31 de mayo estuve en las fosas comunes de Tetelcingo, donde la Universidad Autónoma del Estado de Morelos realiza una notable labor para identificar cuerpos en dos criptas (se estima que contienen trescientas osamentas y puede haber una tercera fosa). Estuve ahí con Alejandro Vera, rector de la UAEM, Javier Sicilia y Marcelo Uribe, editor de ERA, durante la presentación del libro El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Cualquiera de nosotros hubiera preferido no tener que hablar ante la tierra abierta y el aire pútrido, pero en las actuales circunstancias no hay mejor sitio para un aula, un libro o una discusión que la tierra abierta y el aire pútrido.
El nuevo atlas del país está marcado por las tumbas y es posible trazar rutas de la desaparición forzada. El espléndido documental Mirar morir, sobre la participación del Ejército en Ayotzinapa, comienza con una escena habitual en el campo mexicano: una mujer busca un cadáver. Esto ocurre en Guerrero. El estado vecino, Morelos, se ha convertido en un sitio socorrido para la desaparición de pruebas. En los años setenta, durante la guerra sucia emprendida por el gobernador Rubén Figueroa, un convoy de camiones fantasmales transportaba cadáveres de Guerrero a otras entidades. (Reforma)