“Sin temor alguno” y con “la conciencia tranquila”, así se dijo ayer Ángel Aguirre Rivero al reaparecer, sonriente y quitado de la pena, tras su omisa actuación como gobernador del estado donde asesinaron a 43 normalistas. A casi un año de pedir licencia, al dos veces mandatario de Guerrero no le preocupa su situación legal e incluso anuncia que prepara “un movimiento de la sociedad civil” para volver a hacer política “porque un político no se retira hasta que muere”.
El tamaño de la tranquilidad de Aguirre es proporcional a la impunidad que protege al político sureño conocido por su conducta negligente y su proclividad al festejo excesivo. Y no hay razón para que el ex priísta y ex perredista esté intranquilo, luego de la incapacidad mostrada por el gobierno federal para acreditar una supuesta colusión del gobernador con el matrimonio Abarca, acusado de la desaparición de los estudiantes.
Meses después, el 11 de febrero de 2015, la PGR acusó y detuvo a Carlos Mateo Aguirre Rivero, hermano del gobernador, por el desvío de 287 millones de pesos del erario estatal y federal. Con él fue detenido Luis Ángel Aguirre, sobrino del mandatario, y cuatro personas de apellidos Hughes Acosta. El mismo Tomás Zerón anunció las detenciones en el DF, mientras en Zapopan, en un acto de la Fuerza Aérea, los periodistas le preguntaron a Murillo si en el fraude estaba involucrado Ángel Aguirre. La respuesta del procurador fue lacónica: “Contra él no hay nada, por ahora”.
Y nunca lo hubo. Ese fue otro gran fracaso de Murillo Karam y de Peña Nieto que no pudieron —o no quisieron— sancionar las omisiones y la negligencia en el crimen contra los normalistas, que la misma Presidencia de la República calificó en un principio como “un problema local”. Por eso Aguirre Rivero hoy puede pasearse tan tranquilo y sin temor. Primero no quisieron y cuando quisieron acusarlo, no pudieron. (El Universal)