El sexenio que termina no deja un buen saldo en derechos humanos. Los avances registrados en derechos sociales —la reforma laboral, el incremento al salario mínimo, la reducción de la pobreza (sin revertir por cierto en pobreza extrema), y el énfasis en la desigualdad— contrastan con los retrocesos en derechos civiles y políticos.
Y es que en este ámbito, no pueden pasarse por alto la persistencia de la impunidad en casos como Ayotzinapa, la continuidad de tasas altísimas de homicidios, el aumento de las desapariciones pese a los intentos de manipular las cifras, el crecimiento del rezago forense en la identificación de cuerpos, la nociva reforma judicial que no toca a las fiscalías y que ya está generando una crisis severa, la captura política de las instituciones ombudsperson, la amenaza de suprimir órganos de transparencia y medición de la pobreza y la creciente militarización sin controles civiles externos. Además, desde la tribuna presidencial se estigmatizó con injusticia y desproporción a los colectivos de víctimas, a las organizaciones civiles de defensa y al periodismo crítico que da seguimiento a estos temas, lo que experimentamos directamente tanto Animal Político como el Centro Prodh.
En estas condiciones, no exageran las voces que alertan sobre la deriva política dibujada por el conjunto de reformas constitucionales que están en el horizonte: las aprobadas, respecto del poder judicial y el poder militar, y las anunciadas, respecto de la eliminación de órganos autónomos, la prisión preventiva oficiosa y la modificación de las reglas electorales. De aprobarse todo este paquete, el llamado Plan C, el escenario es justificadamente alarmante.
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