Después de que la crisis de desapariciones fue ignorada durante la pasada campaña electoral y durante los primeros meses de la administración en turno, el horror de Teuchitlán y la reacción de una sociedad que despertó de su letargo frente a la imparable violencia, obligaron al gobierno federal a posicionarse ante esta grave problemática que requiere acciones urgentes y extraordinarias.
Tras una reacción inicial que no estuvo a la altura, en su mensaje del 17 de marzo la presidenta afirmó que atender el problema “es una prioridad nacional”. Este mensaje es positivo, pues siempre es relevante que la cabeza del Estado no minimice el tema ni lo reduzca a una discusión de cifras, como ocurrió en el sexenio pasado.
Paralelamente, se prometió que para Teuchitlán habrá verdad y justicia, lo que ya parece improbable dado el cúmulo de negligencias iniciales de la Fiscalía de Jalisco y dada la pobre reacción de la Fiscalía General de la República (FGR). Lo corrobora el cruel y revictimizante espectáculo, inusitado incluso para los estándares mexicanos, que generó la desorganizada apertura del sitio a medios y colectivos por igual. La prioridad de la investigación parece orientada a establecer que en el sitio no se incineraban cuerpos para concluir que no era un “campo de exterminio”, más que en el esclarecimiento pleno. Su investigación es sobre un predio, no sobre una práctica generalizada en la región.