El pasado 21 de enero, de pie en el célebre púlpito elevado de Canterbury, la obispa Mariann E. Budde tenía un poco de miedo. Durante meses, la líder de la Diócesis Episcopal de Washington había planeado predicar sobre tres elementos de la unidad: dignidad, honestidad y humildad. Pero apenas 24 horas antes, había visto al presidente Trump proclamar su agenda desde el escenario de la toma de posesión, mientras conservadores cristianos lo ungían con oraciones.
Ya no solo hacía campaña; estaba gobernando, pensó. Hasta ahora, su incipiente presidencia y su serie de órdenes ejecutivas habían tenido poca resistencia. Se sintió llamada a añadir un cuarto elemento a su sermón: una súplica de misericordia, en nombre de todo aquel que está asustado por la forma en que él ha amenazado con ejercer su poder.
La obispa continuó abogando por los migrantes: “Gente que recoge las cosechas, que limpia nuestras oficinas. Que trabajan en granjas y en empacadoras de carne. Que lavan la loza luego de que comemos en restaurantes. Y que trabajan en turnos nocturnos en hospitales”.
“Podrán no ser ciudadanos, o tener la documentación apropiada. Pero la vasta mayoría de los migrantes no son criminales. Ellos pagan impuestos, son nuestros vecinos, son fieles miembros de nuestras iglesias, mezquitas, sinagogas y templos”, dijo la obispa diocesana.
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