El 12 de octubre de 1928, frente a la reforma judicial impulsada por el Gobierno de Álvaro Obregón, Luis Cabrera publicó una carta en la que escribió: “Hay que tener valor para decir las cosas con sinceridad y con franqueza. Lo que motivó esas reformas constitucionales no fue el llamado desprestigio de la Suprema Corte de Justicia, ni la corrupción del Fuero Común […] La verdad es que la precipitada e inconsulta reforma constitucional que se ha hecho con el pretexto hipócrita de mejorar la administración de justicia, se debió a un “programa” de reformas que tenía por objeto establecer en México una verdadera dictadura constitucional […]”.
El texto de Cabrera resuena hoy, a casi un siglo de distancia. Más que por la caracterización del régimen que emergió en ese tiempo, lo hace por la valentía con la que denunció cómo se habían instrumentalizado las disfuncionalidades de la justicia mexicana para aumentar el control del Ejecutivo sobre la Judicatura.
Precisamente, esto es lo que hay que denunciar de la reforma judicial que fue aprobada la semana pasada, en un proceso que deja detrás de sí graves y justificadas preocupaciones tanto por su forma como por su fondo. Y es que el paso hacia un modelo de elección por sufragio de todas las personas juzgadoras del país amplía las posibilidades de control político sobre el Poder Judicial.
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