Al inicio de su libro Verdades innombrables, la académica Priscilla Hayner pregunta a una víctima del genocidio en Ruanda si prefiere olvidar o recordar. Era 1995 y empezaba a descubrirse el alcance de la violencia sufrida por la población tutsi a manos del gobierno hutu en el país africano.
En menos de cien días (entre abril y julio de 1994) fueron asesinadas unas 700 mil personas, el equivalente al 80% de los tutsis que vivían en aquel país.
“¿Olvidar o recordar?”, volvió a preguntar Hayner. La respuesta no era obvia: su entrevistado había perdido 17 parientes en los tres meses y medio de matanzas. Con todo, atinó a contestar: “tenemos que recordar lo que pasó para evitar que ocurra de nuevo […], pero debemos olvidar los sentimientos, las emociones que lo acompañan. Solo mediante el olvido podremos seguir adelante”.
Ante el inevitable dilema, y después de estudiar decenas de episodios violentos en todo el globo, Hayner sugiere que, aunque suene paradójico, el mejor camino para avanzar es casi siempre una mezcla de recuerdo y olvido, un recuerdo que haga posible el olvido. “A veces, la mejor manera de cerrar heridas es abrirlas otra vez porque […] las heridas se cerraron en falso y todavía hay que acabar con la antigua infección”.
México -por supuesto y por fortuna- no es Ruanda. Con todo, la pregunta sobre las dosis adecuadas de recuerdo y olvido nos persigue hasta hoy.
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