Artículo del Centro Prodh en Animal Político
Aunque desde el discurso oficial se fustiga una y otra vez a los poderes judiciales, llegando recientemente al lamentable extremo de llamar a que no se acaten las resoluciones judiciales o a denostar a los ministros y ministras que con razón se oponen a la prisión preventiva oficiosa, nuestro problema estructural de impunidad es sobre todo responsabilidad de policías y fiscalías, no de jueces y juezas.
Son las instituciones de procuración de justicia las que han cambiado de nombre, pero no de prácticas y siguen por ello ancladas a visiones añejas que no permiten construir una política criminal capaz de hacer frente a los retos del presente.
En este panorama, mucho se ha dicho y se ha escrito sobre la inmensa decepción que ha generado la gestión, a nivel federal, del primer fiscal autónomo. Una gestión que se ha caracterizado más por reeditar las visiones autoritarias del pasado y por situarse con frecuencia en conflictos de interés, sin iniciar procesos serios de limpieza interna, que por impulsar los cambios de fondo que la Fiscalía General de la República requería.
Pero cuando se mira hacia las entidades de la República, prácticamente ningún estado sale bien librado. Lo cierto es que son pocos los gobernadores y las gobernadoras que han renunciado a la posibilidad de tener fiscales a modo y que respetan la autonomía, o que han hecho inversiones presupuestales notables para modernizar sus procuradurías.
Cuando las designaciones de fiscales autónomos han precedido alternancias en los poderes ejecutivos locales, en prácticamente todos los casos y sin distingo de partido se han detonado conflictos entre gobernadores y fiscales. A esto se añade, además, que en las entidades no se estén impulsando procesos de revisión de casos injustos pendientes de resolución. Así lo demuestra el caso de Keren Ordoñez, en Tlaxcala, quien sigue presa, sobreviviendo la tortura y la discriminación del sistema judicial, acusada por un delito que no cometió, cuyo caso recordamos en el contexto de los 16 días de activismo previos cada año al 25 de noviembre.
A esta serie de falencias estructurales de las fiscalías, se añade otro vicio que no hemos logrado desterrar: la amenaza e incluso la abierta persecución penal en contra de los fiscales que intentan hacer su trabajo. Sucedió en el pasado a nivel federal, por ejemplo respecto de la FEPADE o la Visitaduría General, y sigue ocurriendo en el presente en esa misma institución: en el caso Ayotzinapa, al Fiscal en quien confiaban las familias se le orilló a renunciar con amagos de actuar en su contra, si no acataba injerencias indebidas en su función de investigación de los delitos. Aun está en el aire el riesgo de que su gestión y su equipo sean investigados.
Pero también sucede a nivel estatal, de manera reiterada, incluso por partidos distintos al que detenta el poder federal, cuyos dirigentes no parecen medir con los mismos estándares a sus gobiernos estatales. Es lo que hoy sucede, de forma nítida, en Chihuahua: la misma Fiscalía que ha demorado en llevar ante la justicia al responsable del asesinato de los dos padres jesuitas Javier Campos y Agustín Mora, ha sido expedita para judicializar y llevar a prisión preventiva a un exfiscal de honorabilidad reconocida, que encabezó en la anterior administración al equipo que investigó las redes de corrupción locales, con una acusación construida con prueba endeble.
Una vez más estamos ante un patrón conocido: presidentes y gobernantes estatales que premian en las fiscalías no la efectividad en la persecución penal sino la lealtad ciega a un proyecto político, al tiempo que castigan a quienes con independencia realizan investigaciones que incomodan a los actores poderosos.
Esto no quiere decir, desde luego, que los fiscales no deban rendir cuentas. Como muestra el propio caso Ayotzinapa, quienes investigan los delitos y quienes encabezan las instituciones que realizan esta labor deben rendir cuentas cuando fabrican pruebas, usan la tortura o encubren la verdad. Pero estos procesos deben basarse en pruebas objetivas si quieren diferenciarse de meras venganzas políticas.
Mientras eso no ocurra, el paso de procuradurías a fiscalías no será más que un cambio de nombre, que no redundará en ampliar el acceso a la justicia en México, lo que indudablemente agravia más a quienes menos tienen.
Cuestiones como la insistencia en fórmulas autoritarias como la prisión preventiva oficiosa o en la denostación genérica de los poderes judiciales, sólo nos distraen de nuestro problema real: no tenemos fiscalías capaces de investigar con independencia los fenómenos criminales del siglo XXI y el poder político no quiere renunciar a su control sobre estas instituciones. Y en eso, hay que insistir, no hay atisbos de transformación.
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