Tras la desaparición de cuatro hijos, una madre dedica su vida a los desaparecidos en México

Aunque es una mujer de recursos modestos, ha atravesado México, presentó una demanda contra el gobierno, se reunió con funcionarios de las Naciones Unidas e incluso abrazó al papa, todo para cumplir una misión: reunirse con sus cuatro hijos desaparecidos.

“El corazón de la madre está en cada uno de los hijos”, dijo María Herrera Magdaleno en una entrevista reciente. Perderlos es “lo peor que te puede pasar en la vida”.

Como los distintos gobiernos de México no han logrado acabar con la guerra contra las drogas y la violencia y miseria generalizadas que han causado, más de 100.000 personas están desaparecidas y los llantos de angustia de las madres como Herrera se han convertido en algo común. Se escuchan en marchas de protesta en las principales ciudades, en el desierto donde los familiares excavan en el suelo en busca de cadáveres y en hogares de todo el país, donde las madres lloran solas.

Pero incluso en medio de esta agonía nacional, la historia de Herrera resalta, tanto por la dimensión del horror que ha sufrido, como por su activismo para tratar de acabar con su pesadilla y con la de muchos de sus compatriotas.

Doña Mary, como le dicen cariñosamente, se ha convertido en una líder entre las madres que buscan a sus seres queridos en México, convirtiendo a un grupo variopinto de mujeres afligidas en un movimiento nacional que ha exigido la acción de un gobierno que, según dicen, las ha ignorado durante mucho tiempo.

“Es una mujer sumamente poderosa y es una mujer que tiene una capacidad de conectar, de sensibilizar, de transmitir cosas que no son nada sencillas”, dijo Montserrat Castillo, activista por los desaparecidos que conoce a Herrera desde hace una década y que ahora trabaja para Searching Relatives, la organización que ella fundó.

De sus hijos, Raúl y Jesús Salvador fueron los primeros que desaparecieron en agosto de 2008. Los dos hermanos adultos —Raúl tenía 19 años y Jesús Salvador 24— ayudaban a Herrera con el negocio que había fundado tras dejar a su marido, a quien ella consideraba infidelidad, lo que la convirtió en una madre soltera que debía cuidar a sus ocho hijos y dos hijastros.

Herrera, de 73 años, comenzó a hacer ropa, que vendía a las familias de los compañeros de clase de sus hijos en el pueblo de Michoacán donde vivía. A medida que su negocio crecía, comenzó a viajar a la cercana ciudad de Guadalajara para comprar ropa y venderla al por mayor. Con el tiempo, se dedicó a vender joyas, en particular piezas de oro.

Herrera ha ido innumerables veces a Guerrero y Veracruz, los estados donde se cree que desaparecieron sus hijos. Allí ha participado en excavaciones en busca de alguna señal de sus hijos.

Cuando el negocio comenzó a prosperar, sus hijos se le unieron y empezaron a comprar y vender oro.

Pero, a medida que su empresa creció, también creció la violencia en México: en 2006, el entonces presidente, Felipe Calderón, lanzó una guerra total contra los cárteles de la droga en México, iniciando una batalla sangrienta que aún continúa.

Pronto, esa creciente ola de delincuencia alcanzó a la familia de Herrera.

Raúl y Jesús Salvador viajaron al vecino estado de Guerrero con cinco compañeros. Por lo general, regresaban de esos viajes el fin de semana. Cuando no regresaron el sábado, Herrera dijo que sintió que una tristeza abrumadora la invadía y comenzó a llorar sin razón.

“‘Siento como una sensación de que algo fuerte, algo feo estuviera pasando’”, recuerda haberle dicho a una de sus nueras.

Al amanecer del domingo todavía no había señales de ellos. Fue a la iglesia, incapaz de dejar de llorar, a pesar de los esfuerzos del sacerdote por consolarla. Al caer la noche, sus hijos aún no habían aparecido. Otro de sus hijos, Juan Carlos, trató de llamarlos pero no pudo comunicarse con ellos.

Ni a Raúl ni a Jesús Salvador, ni a ninguno de sus cinco compañeros, se les ha vuelto a ver.

“Es algo que ya casi ni quisiera recordar”, dijo entre lágrimas. “Pero a su vez queda tan grabado que no se puede olvidar”.

Herrera fue a la oficina del gobierno local en su aldea para pedir ayuda, pero le ofrecieron poco apoyo. Así que partió con Juan Carlos hacia el pueblo cercano adonde sus hijos habían sido vistos por última vez, Atoyac de Álvarez, en el estado de Guerrero.

La violencia se había apoderado de la población porque los grupos criminales rivales luchaban por el control. Cuando Herrera comenzó a tocar de puerta en puerta para preguntar por sus hijos, se encontró con reacciones de miedo y hostilidad.

“Señora váyase de aquí”, le dijo un residente, según recuerda Herrera. “Llévese a sus hijos, ¡se los van a matar!”.

Fueron a la estación de policía local y a un cuartel militar cercano para pedir ayuda, pero en general los ignoraron y, según Herrera, en una ocasión fueron amenazados.

Harta de las obstrucciones, Herrera viajó a Ciudad de México y estuvo frente al Senado mexicano, suplicando ayuda. Con el tiempo, conoció a una congresista local de Guerrero, quien accedió a ayudarla a encontrar a sus hijos, prestándole un automóvil del gobierno y ayudándola a presentar una denuncia ante la oficina del fiscal general.

Herrera comenzó a dedicar todo su tiempo y recursos a la búsqueda, vendiendo su negocio para cubrir los costos. También les prohibió a sus otros hijos salir a la carretera por su negocio de venta de oro, temerosa de lo que pudiera pasar a medida que aumentaban los asesinatos en México.

Pero después de que pasó dos años sin tener señales de sus hijos, el dinero comenzó a agotarse. Para reducir costos cuando viajaba a la capital, Herrera comenzó a dormir en la estación de autobuses.

Sus hijos comenzaron a presionarla para que los dejara viajar de nuevo.

“‘Mamá, déjanos salir a trabajar’”, recuerda que le dijo su hijo Gustavo, mientras la llevaba a la estación de autobuses para otro viaje a Ciudad de México. “‘Ya no tenemos, nos estamos endeudando’”.

Ese viaje sería la última vez que hablaría con su hijo.

Poco más de dos años después de la desaparición de Raúl y Jesús Salvador, Gustavo, quien en ese entonces tenía 28 años, y su hermano Luis Armando, de 24, desaparecieron durante un viaje de trabajo al oriente del estado de Veracruz, donde la violencia también iba en aumento.

Al enterarse de la noticia, Herrera cayó en una profunda depresión.

“Yo quería morirme”, dijo. “Toda mi familia siento que está destruida”.

Por fin, las voces de sus nietos la activaron. Comenzó a viajar a Ciudad de México. Pero el proceso fue infructuoso.

“Visitamos todas las estancias nacionales de todos los lugares donde mis hijos pasaron”, dijo Herrera. “Y nadie nos dio una respuesta”.

Esos encuentros con un sistema de justicia que es ineficiente o que, en el peor de los casos, es incompetente son comunes en México. Hasta noviembre pasado, no más del 6 por ciento de los casos de desapariciones habían generado procesamientos, según las Naciones Unidas.

Es conocido que autoridades por todo el país trabajan en conjunto con el crimen organizado, y es probable que la policía local estuviera involucrada o al menos tuviera conocimiento de las desapariciones de los cuatro jóvenes, según Sofía de Robina, abogada de Herrera.

En 2011, en uno de sus viajes para hacerle seguimiento a las autoridades sobre los casos de sus hijos, Herrera se encontró con un creciente movimiento de protesta que fue fundado por el poeta mexicano Javier Sicilia, luego de que su hijo y otros seis jóvenes fueran asesinados por pandillas. Sicilia lideró caravanas por todo México pidiendo el fin de la violencia con su Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad.

Herrera fue y habló en un mitin en la ciudad de Morelia, y se llevó fotos laminadas de sus cuatro hijos desaparecidos.

“Escuché un grito tan estremecedor cuando me gritaron: ‘¡No estás sola! ¡No estás sola!’. Varias veces lo gritaron”, dijo Herrera. “Pues en ese grito como que sentí una fuerza, no sé, y me pegué a la caravana”.

Viajó por el país durante dos semanas, incluso visitando los estados de Guerrero y Veracruz. Pero aunque no encontró señales de sus hijos, sí encontró algo más: decenas de otras madres, hermanos, hermanas e hijos con parientes desaparecidos.

“Fue algo muy, muy cruel para mí descubrir que no solo era yo”, dijo Herrera. “Y desde ahí empezamos como a hermanar este dolor, a hermanar toda esta energía, todo este coraje, todo este sufrimiento para conocernos y gritar todas al unísono”.

Pero la solidaridad solo las llevó hasta cierto punto.

Herrera se dio cuenta de que todos esas madres y padres necesitaban más recursos y el conocimiento de cómo buscar a sus hijos desaparecidos. Así que comenzó a convencer a las universidades para que impartieran talleres sobre cómo buscar personas desaparecidas, la mayoría de las cuales se presume que fueron asesinadas y enterradas en fosas no identificadas.

También comenzó a organizar conferencias, donde mujeres de todo México aprendían de antropólogos y expertos forenses cómo buscar señales de tierra removida que podrían apuntar a una tumba oculta y cómo identificar restos humanos.

Estas mujeres se llevaron su conocimiento a sus ciudades, formando sus propios colectivos para realizar el trabajo que el gobierno no estaba haciendo: buscar a sus hijos. Cuando Herrera comenzó esa labor había pocos grupos en la red nacional que ayudó a fundar. Ahora hay más de 160.

“Nosotros nos organizamos”, dijo, “porque eso lo aprendimos de ellos”, afirmó refiriéndose a las bandas criminales.

Herrera ha ido innumerables veces a Guerrero y Veracruz, realizando excavaciones en busca de alguna señal de sus hijos. En esos estados, las fosas clandestinas son tan comunes que con frecuencia encuentra algún tipo de restos humanos. Cuando ella u otros colectivos identifican huesos u otros restos los entregan a la fiscalía local para que realicen las pruebas de ADN.

Pero, hasta el momento, ninguno de los restos que ha encontrado han sido identificados como sus hijos.

Su trabajo no está exento de riesgos: su familia ha recibido llamadas telefónicas amenazantes y, en los últimos dos años, cinco madres que buscaban a hijos desaparecidos han sido asesinadas.

Herrera se volvió a casar y, aunque dice que se siente cómoda con su nueva relación, no puede ser completamente feliz sabiendo que sus hijos siguen desaparecidos.

“Cualquier tipo de felicidad es empañada por este dolor”, dijo.

Y así ha continuado con su trabajo. En mayo viajó al Vaticano y se reunió con el papa Francisco, pidiéndole una bendición para sus hijos y para todas las personas desaparecidas en México.

“Aquí en mi nombre, le dije, bendiga a todas estas madres que estamos viviendo esta situación tan horrorosa”, recuerda que le dijo al pontífice. “Es un terror que estamos viviendo”.

La semana pasada, Herrera demandó al gobierno mexicano ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en Washington, por su posible papel en la desaparición de sus hijos, ya sea por participación directa u omisión, y por no abordar la crisis de desaparecidos en México.

Herrera dijo que no piensa dejar de trabajar, no solo por ella, sino por todas las madres que han perdido hijos en México.

“Hasta que Dios me permita y ya definitivamente no pueda, lo voy a seguir haciendo”, dijo. “Entiendo el dolor, ya sabes, entiendo el amor tan enorme”.

Consulta este artículo completo en The New York Times.

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